P. JOSÉ MARÍA DEL MONTE CARMELO ( P. CADETE)
(por Gonzalo Rodríguez L.)
Nació en la hermosa ciudad de Vigo el 15 de Octubre de 1763. De sus años anteriores a su ingreso en la Orden del Carmen apenas tenemos noticia. De muy niño fue trasladado al palacio de Miraflores (Asturias), donde aprendió las primeras letras. Sus padres le inclinaron a la carrera de las armas. A sus 15 años empieza su carrera militar y en 1872 tenemos al joven cadete en el campo de Gibraltar, formando parte del ejército español. En 1784 prosiguió sus estudios de ampliación militar en la academia de Barcelona.
Todo parecía sonreír al joven cadete: juventud, estudios, gran porvenir en la carrera militar. Y sin embargo, el noble oficial no sentía satisfacción plena. En sus cartas de esta época va mostrando poco a poco un cierto desencanto de su carrera militar y un gran amor por las cosas eternas y una inclinación cada vez mayor por abrazar la vida religiosa.
Los primeros pasos religiosos de nuestro oficial fueron hacia la Cartuja; pero no logró el intento y aconsejado por unos religiosos Paúles, pidió el hábito de Santa Teresa por la Cuaresma de 1786, en el noviciado de Valladolid. Tenía 23 años. Después de sus votos, estudió la filosofía en Ávila y la Teología en Salamanca; en Segovia terminó sus estudios canónico-morales. Estando en este convento de Segovia, deseoso de más soledad pidió al provincial ser perpetuo del Santo Desierto de San José de Batuecas.
En el libro donde se anotaban los recibimientos en el santo Desierto se puede leer:
Fray José María del Carmelo. En 21 días del mes de Noviembre, por la tarde, vino la primera vez por ermitaño de este Santo Desierto con patente de perpetuo el P. Fray José María del Carmelo, natural de Vigo, obispado de Tuy, de edad de 34 años; de religión, doce.
40 años pasará en esta soledad. Lo que vivió en su interioridad sólo Dios lo conoce. Los testimonios que tenemos nos hablan de su vida de gran penitencia y mortificación. Muchos de estos años los pasó en la ermita llamada del Alcornoque. Esta ermita está descrita con estas palabras: “su interior tenía de cinco a seis pies de diámetro y unos treinta de circuito exterior. Se penetraba en él por un arco de una vara de altura, y dentro había un pequeño y tosco altarcillo, y tres mantas sobre unas tablas, cama del anacoreta, las que tenía que arrollar y dejar a un lado para orar de rodillas. Una puertecilla de corcho cerraba la entrada”. En resumidas cuentas, la dicha ermita venía a ser el tronco hueco de un gran alcornoque.
La soledad fue para él el fértil huerto donde cultivó las flores de las virtudes: la obediencia, la pobreza, la caridad, hallaron en él obrero asiduo y perfecto. Su vida fue un continuo despertador para los habitantes del yermo. Todos se hacía lenguas de su puntualidad, de su amabilidad en el trato, de su sencillez, de sus grandes mortificaciones y de la continuidad en aquella ermita, que era quizá el mayor milagro dado las condiciones de la misma.
Durante la guerra de la independencia y a pesar de los peligros que corría, se negó a abandonar el desierto. Las Batuecas sirvieron de escondite a los albercanos, de los que el P. Cadete se convierte en un ángel guardián. Fue esta época de gran escasez y había días en que los religiosos no tenía un triste bocado que llevarse a la boca.
Por ser tiempo de guerra se permitió a los ermitaños del Desierto ejercer cierto apostolado, dada la necesidad del momento. El P. Cadete, cuya fama de santidad había echado profundas raíces en toda la región, fue muy solicitado para las confesiones, dirección espiritual y asistencia a los moribundos.
En los últimos años de su vida padeció el P. Cadete dos enfermedades gravísimas que le pusieron al borde la muerte. Durante las leyes de la desamortización y debido a la fama de que gozaba en venerable ermitaño, consiguió que se le nombrara custodio del Desierto y así pudo permanecer en él hasta el final de sus días.
El 3 de Junio de 1837, el P. Cadete, viejo y enfermo desde hacía tiempo, expiraba en su celda, rodeado de dos religiosos y de algunos devotos, a los 73 años y 40 de vida en el Desierto.
Poco después de su muerte el Desierto quedó sin moradores, aunque por largo tiempo bajaron hasta aquí las sencillas gentes de las Hurdes para encomendarse “al santo”.
A pesar de la distancia que nos separa de tan venerable ermitaño, el P. Cadete sigue siendo para los moradores del santo Desierto y para los hombres y mujeres de hoy como un indicar que nos recuerdo “ lo único importante”, el “sólo Dios basta” de Teresa de Jesús, y que la entrega total a este Dios que se nos comunica y da puede llenar toda una vida y llenarla de sentido haciéndola fecunda.
(La Biografía del P. Cadete, puede adquirirse en el Desierto de San José de Batuecas)
Los felicito por editar las vidas de los santos eremitas. Dan alientro a seguir adelante, especialmente en el desierto interior.