INSTRUCCIÓN para los Desiertos de la Orden de los Carmelitas Descalzos: DECRETO – Capítulo 1 (I)


CAPÍTULO 1: EL DESIERTO EN LA TRADICIÓN DE LA FAMILIA TERESIANA (I)

1. El Desierto en el Carmelo Teresiano

Nuestra Madre Santa Teresa, al recordarnos nuestra llamada «a la oración y contemplación», evoca «aquellos santos Padres nuestros del Monte Carmelo, que en tan gran soledad y con tanto desprecio del mundo buscaban este tesoro, esta preciosa margarita» de la contemplación (1). Este ideal de vida contemplativa lo propuso no sólo a sus monjas, sino también a sus religiosos empeñados en la actividad apostólica al servicio de la Iglesia. A ellos recomendó especialmente, entre otras cosas, que tuvieran «ermitas en sus huertas donde pudieran retirarse para hacer oración a imitación de nuestros santos Padres» (2).

Al igual que la Santa Madre, San Juan de la Cruz se empeñó por vivir profundamente la tradición contemplativa de la Orden. Amó la soledad y el silencio como medios apropiados para una experiencia de Dios y los recomendó vivamente (3). El ejercicio perseverante de la oración contemplativa lo hizo, al mismo tiempo, sensible a las necesidades de los hombres y lo condujo a la actividad apostólica, que a su vez enriqueció su experiencia de Dios.

En la línea de esta tradición recibida de nuestros santos Padres, el venerable Padre Tomás de Jesús (1564-1627) fundó en nuestra Orden los Desiertos para ofrecer a los religiosos la oportunidad de poder dedicarse a la oración en el silencio y la soledad, dentro del marco de una comunidad que llevara una vida cenobítica fraterna y austera. El encuentro contemplativo con Dios, al que dispone la vida del Desierto, al mismo tiempo que acentuaba esa dimensión fundamental de nuestra vida carmelitana, la contemplativa, capacitaba a los religiosos para un servicio apostólico auténtico y generoso.

Consciente de esta función peculiar de los Desiertos en la vida contemplativo-apostólica de la Orden, nuestra familia religiosa ha vuelto a afirmar en sus nuevas Constituciones la necesidad de conservar los Desiertos y promoverlos, como forma de vida que puede contribuir no poco a desarrollar el aspecto contemplativo de nuestro carisma (4).

2. El sentido de la vida del Desierto

El Desierto teresiano está organizado como vida cenobítica-contemplativa en un espacio geográfico, histórico, sicológico y espiritual de soledad y de comunión. En el Desierto se abandona la soledad existencial que surge de la dispersión y del egoísmo humanos, que ocasionan «el desequilibrio entre el afán par la eficacia práctica y las exigencias de la conciencia moral, y no pocas veces entre las condiciones de la vida colectiva y las exigencias de un pensamiento personal y de la misma contemplación» (5). Se abandona esta soledad existencial para encontrar a los hombres en otra soledad, enraizada en el misterio pascual de Cristo, clave, centro y fin de toda la historia humana (6).

Esta soledad del Desierto lleva a una comunión que coloca al ermitaño en el corazón mismo de la Iglesia y del mundo y le hace participar de sus gozos y esperanzas, sus tristezas y angustias (7). Testimoniando a Dios, como el Único Absoluto, el ermitaño ofrece una aportación eficaz a la misión evangelizadora de la Iglesia y «dilata el Pueblo de Dios con una misteriosa fecundidad apostólica» (8). De este modo, se vive el carisma teresiano, que implica una llamada especial a la contemplación y al servicio apostólico.

A través de la oración, centro y alma de la vida del Desierto, el religioso se pone en un camino, que lo prepara a recibir el don de Dios, que se expresa en la comunión con los hermanos (9).

En la vida cenobítico-contemplativa propia de nuestros Desiertos se da una serie de condiciones, que permiten profundizar y encamar la vida cristiana, entendida como camino de éxodo y de liberación. Allí se va descubriendo gradualmente a Dios, como un Dios que salva y libera a los hombres de la servidumbre (10). Se percibe la dimensión comunitaria de la historia de la salvación (11). Se entiende la libertad que Cristo nos trajo como un pasar de la servidumbre del egoísmo y del pecado al servicio de Dios en la libertad del amor cristiano.

La vida del Desierto acentúa y manifiesta las exigencias fundamentales de la espiritualidad cristiana: la fe, la esperanza y el amor. La fe, como un apoyarse en solo Dios, aunque todo parezca desaparecer bajo los pies; como un experimentar al Señor, Roca segura para andar por los caminos que El mismo va trazando. Junto con la fe, el ermitaño vive la esperanza; en efecto, el tenor de vida que se lleva en el desierto recuerda y actualiza el tiempo de búsqueda y de espera, el tiempo de la no posesión, que orienta a lo definitivo, apoyados en la bondad y fidelidad de Dios. Finalmente, el Desierto, por la ruptura que implica con las cosas y por la soledad que brinda como marco de vida, favorece la intimidad con el Señor en una entrega generosa de amor.

Escritura, de los escritos de los Padres de la Iglesia, de la doctrina de S. Teresa de Jesús y de S. Juan de la Cruz, del magisterio de la Iglesia y de las obras más significativas de los autores de Teología espiritual. De esta manera el ermitaño se capacita para percibir mejor la voz del Señor en la historia pasada y presente (14).

La vida de los cristianos es como el camino del éxodo del Pueblo de Dios por el desierto. Por el bautismo los fieles forman el nuevo Pueblo de Dios en marcha, entre las dificultades de este mundo, bajo la guía de Cristo hacia la Tierra Prometida (12). Por eso la vida del Desierto ha de vivirse en comunión con todo el Pueblo de Dios; tiene sentido en cuanto conduce a la comunión con el Señor y con los hermanos.

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NOTAS
 (1)  Moradas, V, 1,2.
 (2)  Constitutiones 'Rubei', n. 46.
 (3)  Subida del Monte Carmelo, III, 39,2.
 (4)  Constituciones OCD, 71.
 (5)  Gaudium et Spes, 8.
 (6)  Cf. Gaudium et Spes, 10.
 (7)  Cf. Gaudium et Spes, 1; Lumen Gentium, 46; la antes llamada Sagrada Congregación de Religiosos e Institutos Seculares, Dimensión con templativa de la vida religiosa, n. 25.
 (8)  Perfectae Caritatis, 7; cf. Código de Derecho Canónico, c. 674.
 (9)  Cf. 1 Juan, 1,1-4; 4,12.20.
 (10) Cf. Josué, 24,16-17; Exodo, 19,4-6.
 (11) Cf. Lumen Gentium, 9.
 (12) Cf. Carta a Hebreos, cc. 3-4; 1 Pedro,l,3 - 2,11.
 (13) Vida, 8,5; cf. Fundaciones, 5,16; Constituciones OCD, 55.56.66.
 (14) Cf. Dei Verbum, 25; Perfectae Caritatis, 6; Camino de perfección, 21,4; Constituciones OCD, 65.
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Un comentario sobre “INSTRUCCIÓN para los Desiertos de la Orden de los Carmelitas Descalzos: DECRETO – Capítulo 1 (I)

  1. Generalmente, lo más acertado es estarse callado.
    Ello, no obstante, no debe interpretarse como desatención.
    De hecho, intuyo que poco tendrán que ver las «lecturas» de esta página web con los «feedbacks» transmitidos con mensajes activos o positivos, como este.
    No crean que predican en el desierto, aunque hablen desde él.
    Aquí, una caña hueca y reseca dispuesta a ser convertida en flauta, o lo que haga falta.
    Aquí, un Ulises a la búsqueda de Ítaca.
    La prisa no es buena. Aunque hayas descubierto por fin el rumbo, no es bueno zarpar sin una buena marea.
    Sigan siendo exactamente tal como son.
    Dios les bendiga. O, mejor dicho, Dios les siga bendiciendo, porque, sin duda, ustedes ya son benditos.
    Muchas son las noches en que, desde mi pseudo-ermita sarabaíta, mientras contemplo sus «fotos de familia», entono un simplísimo PadreNuestro.
    El sarabaitismo no siempre es una opción, es un lugar al que nos vemos abocados algunos, ¡ Dios sabe por qué razones y hasta cuándo ! (Y que me perdone San Benito de Nursia por disentir)

    Ulises. Un pecador, uno más, de tantos.

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