(…) Te aseguro que Dios es mucho mejor de lo que piensas. Él se conforma con una mirada, con un suspiro de amor… Y creo que la perfección es algo muy fácil de practicar, pues he comprendido que lo único que hay que hacer es ganar a Jesús por el corazón. Fíjate en un niñito que acaba de disgustar a su madre montando en cólera o desobedeciéndola: si se mete en un rincón con aire enfurruñado o grita por miedo a ser castigado, lo más seguro es que su mamá no le perdonará su falta; pero si va a tenderle sus bracitos sonriendo y diciéndole: “Dame un beso, no lo volveré a hacer, ¿no le estrechará su madre tiernamente contra su corazón, y olvidará sus travesuras infantiles? Sin embargo, ella sabe muy bien que su pequeño volverá a las andadas en la primera ocasión; pero no importa: si vuelve a ganarla otra vez por el corazón nunca será castigado…
Ya en tiempos de la ley del temor, antes de la venida de Nuestro Señor, decía el profeta Isaías, hablando en nombre del rey del Cielo: “¿Podrá una madre olvidarse de su hijo? Pues aunque ella se olvide de su hijo, yo no os olvidaré jamás” ¡Qué encantadora promesa! Y, nosotras, que vivimos en la ley del amor, ¿no vamos a aprovecharnos de los amorosos anticipos que nos da nuestro Esposo? ¡Cómo vamos a temer a quien se deja prender en uno de los cabellos que vuelan sobre nuestro cuello! (Ct 4,9)
Sepamos pues hacer prisionero a este Dios que se hace mendigo de nuestro amor. Al decirnos que un solo cabello puede obrar este prodigio, nos está mostrando que los más pequeños actos, hechos por amor, cautivan su corazón. Si hubiera que hacer grandes cosas, ¡cuán dignos de lástima seríamos! ¡Pero qué dichosas somos ya que Jesús se deja prendar por las más pequeñas!
Carta 191 a Leonia