EL PASO A LA CONTEMPLACIÓN (II)

 

“Y así, entonces el alma también se ha de andar sólo con adevetencia amorosa a Dios, sin especificar actos, habiéndose, como hemos dicho, pasivamente, sin hacer de suyo diligencias, con la advertencia amorosa, simple y sencilla, como quien abre los ojos con advertencia de amor” (LlB 3,33)

La práctica de la advertencia amorosa es parte de la actividad de la persona; es todavía oración activa. Sin embargo, las tres señales que el Santo pone como condición para iniciarla, tienen un contenido pasivo indiscutible. La desgana que se experimenta de las cosas del mundo y en las de Dis, unida al atractivo de estarse a solas sin particular consideración, dejan claro que la persona ha sido introducida en la noche oscura. Esta actitud de advertencia amorosa, pues aunque es una actividad de la persona –es procurada y querida–, sólo lo es desde una experiencia íntima de pasividad a la que ha sido llevada. Esta disposición se ha fraguado a través de la ascesis activa y de la fidelidad a la propia conciencia. De ella se abre a un estado purificador más intenso y a una oración diferente a la que hacía cuando meditaba.

Por otra parte, la persona que practica la advertencia amorosa es consciente de que la realiza; no pierde la conciencia de estar atenta al Misterio de Dios que no entiende ni imagina, pero que “visualiza” a través de una suave conciencia de que está ahí presente.

La advertencia amorosa es sólo un estadio que prepara a la oración contemplativa de tipo pasivo. Dios es un regalo, la advertencia amorosa es una forma de preparar la tierra para la lluvia del espíritu. La persona ha de ser muy constante en esta advertencia amorosa, sin desfallecer y sin estar esperando conscientemente a que suceda algo. Cuanto más simple sea este estar atento a Dios sin imagen y sin consideración, cuanto más libre de los pensamientos sobre sí mismo y sobre el fruto de la oración, más profundidad hay en esta advertencia amorosa, hasta el punto de desaparecer, incluso ella misma (2s 14,8) En este momento, contemplación y humildad se identifican: cuando uno desaparece, Dios se hace presente.

 

Ha de haber, pues, una doble simplificación: la de evitar toda consideración sobre imágenes o pensamientos sobre Dios y la de no dejarse arrastrar por aspiraciones personales o ideas que alimenten el deseo de llegar a la oración pasiva. Sin esta sencillez ni simplicidad, la persona queda bloqueada en el camino. Al fin y al cabo, tanto las imágenes de Dios como las aspiraciones propias al entrar en una mayor profundidad, son como muros del yo que nos frenan. Sólo hay avance cuando hay humildad, cuando no hay lucha, cuando no hay pretensión –ni material ni espiritual- de realización propia; cuando somos nada.