Contemplo la puesta del sol con la vista puesta en el mar, privilegio de quien se acerca al Desierto de las Palmas (Castellón). Es admirable como aquel sol tan intenso, tan radiante y fuerte en otros momentos del día, ahora se hace blando y ameno. Sale de cena como un artista después de ejecutar con esmero su performance. Sale con discreción escondiéndose entre las montañas y las nubles. Sale, pero no sin dejar su rastro. Parece un encantador juego de colores con tonos variados, de una belleza única, algo realmente indescriptible. El color ceniza va a los pocos tomando cuenta de todo, ya no se puede distinguir con exactitud las nubes del agua o el cielo de la tierra. Todo se va unificando como si todo estuviese destinado al mismo fin.
Pienso en el atardecer de la vida, en aquel momento que como el sol cuando se pone, ya no tenemos la misma fuerza e intensidad física, la memoria comienza a traicionarnos fijándonos en algunos recuerdos, la mente parece ya no tener más la misma lucidez y vivacidad. Pero ¿qué queda de todo lo que hemos vivido? Los colores con tonos diversos de vivencias, sentimientos y relaciones que he experimentado y que de cierta forma permitió una vida auténtica, con una belleza única. Me refiero al atardecer de la vida de aquel que ha vivo en armonía con el Creador y con las demás criaturas. Su vida ahora es este pasaje suave, blando, donde por fin ve su existencia plenamente unificada con Aquél que sirvió y amó.
Fray Emmanuel María