Son las 6:45 de la mañana, como todos los días dejo mi ermita que me acogió en el descanso nocturno para dirigirme a la capilla, donde en comunidad uniremos nuestras voces a la alabanza de toda la creación. En el pequeño tramo entre la ermita y el convento central, alzo mis ojos al cielo; de ambos lados, se elevan copiosas montañas formando un hermoso valle. Esta actitud tan espontánea y tan común en los miembros de esta comunidad eremítica está envuelta de significado.
Las montañas cercan este monasterio como los brazos amorosos de Dios que cerca a su pueblo de cariño y protección (Sal 125, 2). A cualquier lado que miremos depararemos con montes y colinas que hablan de la grandiosidad del Creador. Delante de algo tan grande e imponente experimentamos nuestra pequeñez. “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (Sal 8,4). La constatación de nuestra miseria, lejos de aprisionarnos en pensamientos negativos, nos lanza confiadamente en la misericordia de Dios, único remedio para nuestra debilidad.
Entre las diversas elevaciones que forman este valle hay una que emite un mensaje singular. Su peculiaridad no está en el formato de sus rocas, ni en la hermosura de su vegetación, tampoco por ser la más alta de todas. Lo que le hace única es por sustentar una sencilla cruz, haciendo memoria del Calvario y del hecho redentor de Cristo por toda la humanidad. ¡Ave crux, spes unica! Si la naturaleza nos habla de la grandiosidad de Dios, la cruz, nos indica su kénosis. Un Dios tan excelso, que en su amor por sus criaturas, se abaja para elevarla a la plenitud.
Fray Emmanuel María