
En cierta ocasión, un aprendiz de monje le pidió a un anciano anacoreta que le ayudara a descubrir cuál era la mayor dificultad de la vida cristiana y cómo resolverla. Tenía prisa por encontrarla para ponerse manos a la obra cuanto antes. “Sólo se vive una vez; la vida es breve”, se decía a sí mismo aquel joven e inquieto novicio.
– ¿Dónde crees que podría estar?-, le preguntó circunspecto el anciano.
El joven comenzó a contestar de inmediato y seguro de sus descubrimientos:
– Por un lado, he pensado que están en la vida misma del mundo. Por eso he dejado familia, casa, amigos, trabajo, diversiones, todo… Es el primer problema que he encontrado sin poder resolverlo. El mundo absorbe, irrita, te hace competitivo, codicioso… es una realidad que me ata una y otra vez. He visto cómo el hombre esclaviza al hombre. ¿Solución? Salir del mundo y apartarme aquí, en el desierto.
Pero después de mi autoexilio, me he encontrado conmigo mismo: mis debilidades, mis incapacidades, mis ignorancias… Yo mismo termino encorsetándome. El caso es que, si consigo destrabarme cultivando con esfuerzo una virtud, luego surge otro vicio que me vuelve a dominar; si venzo una vez una batalla, pierdo luego dos. ¡Esto es peor que el castigo de Sísifo! Como no puedo huir de mí mismo, he decido practicar las artes de la armonía interior- .
En este momento, el novicio mudó su cara. Perdiendo sus aires de sabio aprendiz y, agachando la cabeza como quien se sabe humillado, continuó relatando con voz de derrota:
– Al final, he terminado pensando que la mayor dificultad del ser humano era el mal, el maligno; es él el que nos ata una y mil veces, el Satán, el retorcido que da vueltas y vueltas por la tierra. Y, ante él, nada puedo. ¡El mal me supera; está fuera de mí y es mayor y más fuerte que yo!
Dime. ¿Es ésta la mayor dificultad o quizás hay otra? Y, si es así, ¿cómo vencerla? ¡Respóndeme, te lo ruego, oh sabio anciano, tú que pareces estar por encima del mundo, tú que irradias paz interior, tú que domesticas a la fiera librando a tantas almas!- .
El viejo monje, cerró sus ojos. Había guardado en su corazón todas y cada una de las palabras del novicio y las rumiaba en silencio. Pasado un tiempo y con el ceño fruncido, le preguntó:
– ¿Conoces la historia griega del nudo gordiano?-
– No-, dijo el joven novicio.
Entonces, hablando con mesura, como alguien que guarda un tesoro que no forjó, como quien no se cree un sabio, como alguien que no presume ni se jacta de conocimientos arcanos, con humildad y serenidad empezó a decirle:
– Fue un nudo, hecho por un campesino que llegó a ser rey, y que era imposible de deshacer. Pero surgió otro rey que lo resolvió. ¡Simplemente, lo partió en dos con su espada!
– No lo desató. ¡Lo destrozó! Eso es trampa-, dijo el joven.
El anciano prosiguió:
-Escucha. Cuando naciste, se te hizo un nudo. De no habérsete hecho ese nudo, te hubieras desangrado y hubieras muerto. Tu ombligo te sirve para recuerdes que fuiste salvado; para que sepas que estás limitado; para que seas siempre humilde. (El hombre siempre busca desatar su ombligo y termina desangrándose).
Mas, no cabe duda, que todo nudo que aparece en tu vida, es una provocación, es una llamada a desatarlo. Naciste a la vez con una sed irresistible de libertad, de infinito, ¿no es cierto? Pero nuestras torpezas, nuestras ignorancias y nuestras arrogancias, nos van llevando muchas veces de nudo en nudo; siempre terminamos esclavos, de algún modo, de algo, de alguien, de nosotros mismos. Entonces, ¿qué? ¿Desistimos? ¿Desesperamos? ¿Abandonamos la búsqueda y nos dejamos llevar? ¡De ningún modo!
Esto es lo que yo encontré:
Me pregunté a mí mismo: “¿Quién es el que tendría la espada capaz de partir nuestro verdadero nudo, que es el mal?” Y comprendí que, verdaderamente, sólo Jesús, el Cristo, es el hombre capaz de ello. ¿Sobre quién se posó, no un cuervo (como cuenta la leyenda griega) sino, la Paloma que descendió de lo alto? ¿Quién fue el verdadero auriga que vino del oriente y entró victorioso en nuestro mundo y venció al mal? Cada año revivimos la Pascua de Resurrección como si fuera hoy mismo. El cirio pascual entra en el templo luminoso venciendo a las tinieblas. Cada Pascua es un recordatorio para el maligno de que, con astucia, fue derrotado, como cuando lo del caballo de Troya, en su propio escondrijo. Allí, el sábado santo, entró Cristo e hizo pedazos al nudo de todos los nudos que ataba irremediablemente a la criatura humana. De allí, Jesús, el Victorioso, alzó a Adán y Eva y les devolvió la dignidad humana, la libertad, y les hizo hermanos suyos.
¡Hoy, sólo Él, si le dejas entrar en tu vida, es el único que puede irte despertando, desatando, levantando, dignificando!
¡Mira! No hace falta que huyas del mundo. El mundo no es malo ni es tu enemigo. No hace falta que entres en trance ni que practiques artes de armonía interior, pues Él sosegará tu alma y te reconciliará contigo mismo. Y ya no habrás de temer al maligno nuca más, pues Él es el más fuerte que le venció para siempre.
¡Vive, joven novicio! ¡Alégrate y gózate de la victoria de Cristo! La suya es la tuya. ¡Alaba al Señor, con todas tus fuerzas y dale gracias en medio de las cosas sencillas de la vida! ¿Quién dijo de nudos gordianos? No existen. Y, si existieron, fueron partidos en dos. Sé un monje feliz y cuenta a los demás quién te desató y ayuda tú también a desatar a otros. Así también tú serás sabio, tú también irradiarás paz interior, tú también someterás al maligno: ¡No tú, sino Cristo en ti!
Silencio, paz, presencia… humildad.
Fray Bernabé de san José
13 de abril de 2018
“Entonces Pedro, lleno de Espíritu Santo, les dijo: Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado (desatado) a ese hombre; quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el Nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por este Nombre, se presenta éste sano ante vosotros”. (Hch 4,8-10)
P.D. ¡Feliz y gozosa Pascua de Resurrección!
¡Ha resucitado el Señor! ¡Aleluya!
¡Verdaderamente ha resucitado el Señor! ¡Aleluya!