
No es fácil imaginar que el lugar donde me coloco para vivir los momentos orantes en la capilla pueda unirme a todo el mundo, sin embargo la otra tarde, al evocar al apóstol Santiago y recitar los salmos de vísperas me lleno de gozo saber que podía invitar con el salmista a alabar al Señor a todas las naciones, a que lo aclamaran todos los pueblos. Recitaba el salmo 116, el más breve de todos. Lo puedo recitar todo él de memoria. Al repetirlo una y otra vez, sin imaginar nada, pero sintiendo esa universalidad, mi espacio abarcaba de un confín a otro de la tierra.
Tampoco buscaba motivaciones para que lo hicieran, me bastaba estar convencido de que su ser es entrañable porque está lleno de amor, que se traduce en misericordia, en corazón que nos acoge, más allá de condición alguna. En ese seno entrañable estamos todos, nos acoge a todos, con una certeza que sobrepasa todo calculo, el de mis mezquinas consideraciones acerca de los demás. Y eso sin temor a que en algún momento esa actitud entrañable pudiera tener fin. Su fidelidad durará siempre, se mantendrá en el tiempo, y se vivirá en la eternidad.
Comprendí que habitar en un lugar retirado no es buscar estar aislado, sentirme en paz, porque nadie puede perturbar mi soledad, todo lo contrario, he de vivir mi soledad en esa certeza de que sólo Dios puede unirme a todos los hombres, y que a todos he de invitar a que unidos le alabemos y aclamemos.
F. Brändle