¡Ora en mí, Señor!

Cristo en el Monte de los Olivos Ernst Wilhelm Hildebrand 1896

Ante la pregunta ¿cómo oras?, la primera respuesta que me viene es: ¡Dios ora en mí! La verdad es que yo no sé orar. Esta es una constatación que hago siempre que me pongo a orar. Tengo la sensación de que estoy eternamente empezando. Es como si aquel momento fuera la primera vez que voy orar. Entonces, utilizo algo que me ayuda a centrarme. Tranquilizo mi respiración y por medio de ella me pongo en contacto con el Soplo Vital que sostiene todo mi ser. Al detenerme en mi respiración tomo conciencia de que no sólo fui creado por Dios, sino que Él continua sosteniendo mi vida dándome el aire que respiro y otros elementos vitales.

 Luego dejo que de la profundidad de mi corazón brote una petición sincera: “Espíritu Santo de Dios que estás en mí, ora en mí”. Dejo que la misma petición resuene muchas veces como un verdadero clamor que llegue a los cielos. Así la conciencia de una “Presencia” es reavivada en mí. No es cualquier presencia, es la Presencia por excelencia, la única capaz de restablecer la serenidad en mi alma. Podría definirla con el adjetivo de “amorosa”. Sí, es una Presencia Amorosa. No hay cómo explicarla, ni hay por qué hacerlo, sólo se acoge en silencio receptivo. Ya decía San Juan de la Cruz que “la contemplación pura consiste en recibir” (LB 3,36).

A mí me gusta romper este silencio inicial con la lectura de un texto del Evangelio, ya que él es el corazón de las Escrituras y donde mejor se acoge el mensaje del Verbo Divino. Me he acostumbrado a leer muchas veces el texto hasta penetrar sus entrañas. Entonces, una palabra o expresión me abre la puerta para contemplar alguna verdad profunda que queda impresa en el alma. Así la oración lleva a un conocimiento intuitivo que nos acerca a la verdad plena del ser humano y de su horizonte último.

 No siempre se obtiene el mismo resultado en la oración. Hay que recordar que la oración es también combate espiritual. Pero, al igual que la aridez espiritual, la paz y la serenidad son una constante. No hay que inquietarse con los frutos de la oración, ya que el principal protagonista es el Espíritu Santo, que conduce a cada uno según conviene. Así, lo mejor es dejar que el Espíritu Santo que habita en nosotros, ore en nosotros.

Fray Emmanuel María