¿Dónde está Dios ahora?

Pregunta que desde siempre acompaña al ser humano, cuando éste se ve asediado por circunstancias adversas que le superan; claro ejemplo es esta pandemia que padecemos. La pregunta no es sólo pertinente y actual, sino además legítima. Pregunta quien busca. Quien no busca, no pregunta. Lo vemos en estos días en el relato evangélico en el que María Magdalena, porque busca a Jesús (aunque fuera su cadáver para honrarlo), pregunta al “hortelano” que si él se ha llevado el cuerpo de Jesús, le diga dónde lo ha puesto (cf. Jn20,15). Con una fe más grande o más pequeña, más o menos formada, es un hecho que quien pregunta por Dios es porque ya lo está buscando.

Quisiera comenzar diciendo dónde no vamos a encontrar a Dios.

Dios no está fuera del mundo, enviando pandemias para castigarnos. Vamos poco a poco. Dios no está fuera de lo que vivimos. Y conviene detenerse aquí. Es fácil caer en el error y en la tentación de pensar que a Dios no le afecta lo que nos ocurre, ya que Él está allá lejos, en el cielo, en un trono, y desde allí no sabe lo que nos sucede, no ve, no siente… ¡Ojo que este imaginario sobre Dios está más extendido de lo que parece! Seguir por esta línea nos puede llevar a negar el dogma de la encarnación del Hijo de Dios. Porque Dios se ha hecho hombre, la realidad, el mundo y cuanto en él ocurre, le interesa, le afecta, le preocupa. Insisto en que Dios ha asumido nuestra naturaleza y por eso no podemos separar a Dios de lo que él mismo ha asumido por su encarnación.

Sigue sin responder la pregunta que titula este texto, pero me parecía necesario confrontar esa imagen de Dios que lo coloca de espaldas a sus hijos e hijas. Esas concepciones deístas hacen mucho daño.

Dicho que Dios no está fuera del mundo, sino en él, quiero ahora detenerme en que no está enviando castigos, léase coronavirus. Quizás a algún lector o lectora, le pueda sorprender esto que digo. Si lo refiero, es porque en estos días de pandemia he podido ver cómo sacerdotes y obispos (pocos afortunadamente), han afirmado, de distintas formas, que el covid19 es un castigo de Dios. ¿En que se basan para hacer semejante declaración? En que hemos abandonado a Dios para adorar a la naturaleza (esto lo dicen los contrarios al sínodo de la Amazonía), en que recibimos la comunión en la mano y no en la boca, en que apenas frecuentamos el sacramento de la confesión, la adoración del Santísimo…

Lo que hay de fondo, querido lector, es un cristiano frustrado que, como su voluntad (no la de Dios) sino la suya, no impera, manipula los hechos dándoles la vuelta. Me pregunto qué han entendido del Evangelio, pues parece que se han quedado en el dios veterotestamentario, vengativo y vengador. Y no, no soy marcionita[1]; pero como sabemos, el nuevo testamento ha superado el antiguo, y éste ha de ser interpretado a luz de aquél.


[1] Herejía del s.II que, entre otras cosas, negaba el AT como Palabra de Dios.

Entonces, en las afirmaciones de estas personas que categóricamente afirman que el covid es un castigo de Dios, ¿dónde queda la revelación que Jesús, hijo de Dios, hace del Padre? Amor, misericordia, cuidado, desvelo, entrañas de madre… Me temo que deberían de volver a estudiar teología, no la de ellos, sino la que enseña la Iglesia.

Semejantes afirmaciones sobre la ira de Dios, gratuitas y falsas, hacen daño. Por un lado, confunden a quien pudiera no tener una suficiente formación religiosa. Por otro, arrojan sobre la Iglesia algo dañino: la imagen de que los cristianos seguimos a un dios macabro y sangriento. Esto, sin duda, genera rechazo, pues, ¿quién va a confiar en un dios así? Les pido a quienes de esta forma hablan que se callen, que revisen su teología, su concepción de Dios, su misma oración, y que escuchen, no a mí, sino a Dios, al verdadero, al revelado por Jesucristo.

¿Dónde está Dios?, era la pregunta. Quisiera acercarme a la respuesta, a partir de una historia real, por la autoridad moral que tiene, pues creo que, a la cuestión de Dios y el sufrimiento humano, no podemos dar una respuesta de libro, aséptica, desencarnada y, por lo tanto, vacía.

Elie Wiesel, premio Nobel de la paz en 1986 y fallecido en 2016, fue uno de los supervivientes del exterminio nazi. Este judío, de origen húngaro, a la edad de 15 años fue trasladado al campo de concentración de Auschwitz, junto con su familia. Allí murieron su madre y su hermana pequeña, y lograron sobrevivir sus dos hermanas mayores. Elie y su padre, fueron luego trasladados al campo de Buchenwald, donde el padre de Elie falleció poco antes de la liberación en abril de 1945.

En su trilogía, “La noche”, “El alba” y “El día” (1956-1961), Elie recoge algunos de los horrendos padecimientos en los campos de concentración. En un pasaje en particular, cuenta que, un día, regresando del trabajo al campo de Auschwitz, vieron en el patio a tres compañeros encadenados que iban a ser ahorcados. Uno de ellos, era un niño. Nada más entrar, el conjunto de prisioneros fue colocado para que presenciaran “bien” semejante ejecución. Momentos antes de ser ajusticiados, los dos adultos gritaron “viva la libertad”. El pequeño, en cambio, permaneció callado. Y, en ese instante, alguien que estaba detrás de Elie preguntó: “¿Dónde está el buen Dios?, ¿dónde está?”.

Seguidamente se les retiró las sillas sobre las que hacían pie el niño y los dos adultos. Recuerda Elie que, así como los mayores fallecieron pronto, el niño aún tardó media hora, luchando por su vida, hasta que, asfixiado, murió.

Elie volvió a escuchar la misma pregunta: “¿Dónde está Dios?”. “Sentí”, dice Elie, “una voz que, saliendo de mí, respondía”: “¿Dónde está? Ahí está, está colgado ahí, de esa horca…“.

Dios está siempre con y en la persona que sufre. Hemos visto la respuesta que da Elie Wiesel, pero es que lo dice el propio Jesús: “Lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,31-46). Dios se identifica con el que sufre. ¿Dónde está Dios? Está en quien padece. También ahora, a causa del covid.

Obtenida esta respuesta alguien podría reprocharme que la contestación resulta insatisfactoria. Claro que sí. No lo voy a negar. Todos y cada uno de nosotros preferiría que el sufrimiento desapareciera de nuestra vida, de nuestro alrededor. Y sin embargo, no es así.

Pero eso ya es una segunda pregunta, distinta de la primera, y que no conviene confundir: ¿por qué existe el mal? Cuestión que, desde siempre el ser humano ha buscado responder. La teodicea se ocupa de ello: de intentar acercarse a la respuesta de la existencia del mal en el mundo. Yo, desde la honestidad y la humildad, sólo he pretendido decir donde está Dios, ciertamente, ahora y siempre.

P. Juan Carlos

Ayer te vi llorar

Ayer te vi llorar…

No llorabas por las injurias, blasfemias y desprecio de los mortales… No. No era este el motivo de tu llanto. No te preocupabas por TI, sino por la humanidad herida.

No llorabas como un niño perdido, sin saber qué hacer frente al dolor. No eran lágrimas de desesperanza o de angustia ante la desgracia, sino compasión de quien sufre con y ante el dolor ajeno, sabiendo que mañana, todo lo que ahora vivimos, se habrá pasado.

Ayer te vi llorar…

Llorabas con aquel padre y aquella madre que ya no tenían cómo sostener a su familia. La impotencia les llevaba a la desesperación. Sentían el peso de tener que transmitir seguridad en medio de la tribulación, sin poder hacer nada, tenían que parecer fuertes y transmitir esperanza a sus hijos y no sabían cómo hacerlo.

Llorabas con el joven que, enfadado con todo lo que estaba viviendo, se desesperaba frente a un futuro muy incierto. Todo lo que había planeado, tal vez ya no fuera posible. Ahora, preso de sus pensamientos, no encuentra sentido a su vida.

Llorabas junto al niño que había perdido a su abuelo a causa de la enfermedad y que su familia no sabía qué decirle para consolarle; a él, que se sentía privado de las caricias de su abuelo y de su mirada complaciente.

Llorabas con aquel profesional de la salud que siente en su propio cuerpo el cansancio del trabajo y que a menudo siente la muerte, ora velando sus pacientes, ora arriesgando su propia vida. Sus fuerzas han llegado al límite; por eso lloras.

Llorabas con todos los que han muerto sin el auxilio necesario, sin la presencia de sus familiares en el lecho de muerte, sin la esperanza cristiana de la vida eterna. Llorabas porque ellos se sentían solos y abandonados.

Ayer te vi llorar…

Compadecido de la humanidad, que ahora se percibe a sí misma indefensa frente a una tempestad inoportuna, que ha cuestionado sus falsas seguridades y le ha devuelto a la consciencia de que toda la humanidad comparte el mismo destino.

Para el lector que se hace la pregunta: “¿Dónde está Dios en medio de tanto dolor?”, le diría que si por unos pocos segundos se nos permitiera cruzar el cielo y llegar a contemplar a Dios cara a cara, seguro que veríamos una lágrima caer de su rostro, pues él llora con nosotros.

Por eso, hoy me limito a hacer una oración sencilla y segura: “Señor, se tú nuestra salvación”.

Fray Emmanuel María, OCD

Vida

A lo largo de toda la semana, en la celebración de Laudes, hemos recitado el salmo 62. Cada mañana le hemos podido decir al Señor que por Él madrugábamos. Hemos podido expresar con el salmista nuestro deseo de unirnos a Él. Pero lo que me ha despertado a sentimientos más hondos, y por los que he abierto mi espíritu en la oración silenciosa que vivimos después de Laudes, ha sido descubrir que su gracia vale más que la vida. En estos momentos en que la vida se nos hace tan frágil, en que nuestros medios no detienen en muchos casos el poder de la muerte, el consuelo no está en abandonarse a esa suerte, el esperar otra vida, sino en descubrir ya esa gracia, esa vida nueva que vale más que la que se conserva sólo desde nuestros horizontes, y que podemos llamar. la vida. Vivir con la convicción de que su gracia vale más que la vida, es vivir la vida resucitada en Cristo, hecha presente en nosotros. No soñamos una vida nueva, tenemos la vida hecha gracia, hecha comunión y encuentro, con Dios y con los hombres. He aquí la razón de una verdadera alabanza hecha a Dios, de poder decirle que le bendeciremos durante toda la vida. El salmo entero recitado cada mañana en esta semana pascual nos lo ha recordado.

F. Brändle

Jueves de Esperanza

Cristo lavando los pies, Giotto di Bondone, 1303, Fresco, Capilla Dei Scrovegni

Amanece Jueves Santo, y seguirá el Triduo Pascual. Aquí en Batuecas, en la soledad, la pequeña comunidad tendremos la gracia de poderlo celebrar  con los ritos propios de la  Liturgia de estos días. Sin embargo, este año todo lo viviremos de modo distinto, al vivirlo en comunión con la humanidad entera que sufre esta pandemia. Ello conlleva una vivencia muy fuerte de lo que los misterios que celebramos significan para una comunidad que quiso estar siempre abierta a ofrecer esta vida y este espacio a quienes quisieran compartirlo con nosotros. Hoy por las medidas sanitarias, no tenemos a nadie de los que nos habían solicitado venir. Ellos, junto con todos los que sufren, están en nuestra vida.

Este año, más que ningún otro, contemplaremos la Pasión de modo distinto. No proyectaremos nuestra compasión sobre unos sufrimientos imaginados en un Jesús, muchas veces no contemplado, sino imaginado a nuestra medida. Hoy que el dolor nos desborda contemplaremos a Jesús abriendo nuestro dolor, como el suyo, al abandono en la fuerza salvadora del amor del Padre. Su abandono, el aislamiento de tantos que sufren solos, no pudo, ni debe ser, vivido como cerrazón, rechazo de los hombres, sino como medida de sanación, de maduración, de una medida incomprensible, para poderle seguir a Él después, para poder amar más a quienes ahora aparentemente abandonamos. Así lo vivía Él, que pidió perdón, la gracia, el amor del Padre, para que nuestra inmadurez, se tradujera en un seguimiento nacido del amor, de la resurrección. Así lo hemos de vivir para reencontrarnos con quienes en nuestras UVIS se recuperan para encontrarnos con la mejor fuerza sanadora: nuestro amor.

Esperemos la Pascua. Esperemos poder seguir a Jesús, más y mejor. Esperemos encontrarnos unos y otros con una mayor humanidad, nacida de un amor más desinteresado, más entregado.

Francisco Brändle.

CRÓNICAS PARA TIEMPOS DIFÍCILES

Liberación de San Pedro, Rafael Sanzio, Fresco, 1514. Museo Vaticano.

Mi Encarcelamiento

Todavía recuerdo, como si fuera hoy, cómo sucedió todo. Era un viernes, a última hora de la tarde, cuando ya esperaba con ansias el fin de semana que se avecinaba. Entraron en mi lugar de trabajo, no llamaron a la puerta, ni siguieron los rituales de los buenos modales. Simplemente me dieron una orden de encarcelamiento, a la que no me podía oponer.

No estaban equipados con un bastón, esposas o armas de fuego. No eran como policías normales: sus armas eran palabras, imágenes, hechos y un número alarmante de muertes. Mi sensación en ese momento era la de un ciudadano corriente. Me sentí perplejo, perdido y acorralado. Sin que se escuchara mi angustia, fui llevado a la furgoneta. No me permitieron coger muchas cosas. Me llevaron en un vehículo oscuro y hostil a mi dolor. Sin embargo, me di cuenta de que no era el único que había sido arrestado, miles de personas también estaban allí, también habían sido denunciadas. La acusación que cayó sobre todos nosotros fue que vivíamos una vida corriente. Algo totalmente injusto para un trabajador como yo, que pago mis impuestos y cumplo mis deberes con la nación. Pero lo más impactante de todo estaba por suceder…

El lugar de mi encarcelamiento se llamaba hogar. ¿Hogar? Sí, no cualquier hogar, sino mi hogar. Fue realmente duro lo que me hicieron, estar atrapado en mi propia casa. Casa, para mí, que me puso en contacto con un «nosotros». Confieso que siempre he tenido dificultades para conjugar verbos en tercera persona del plural, por lo que con el tiempo he creado muchos espacios donde se permitía la conjugación en primera persona del singular. Era ridículo que, en este momento de mi vida, me viera obligado a pasar por una situación tan vergonzosa. Mis torturadores, con un gesto de benevolencia, me permitían usar el móvil. ¡Fue un respiro en medio del caos!

Pero el tiempo de privación se alargaba y surgían mil temores y preocupaciones. ¿Cómo pagaré mis deudas? ¿Cómo voy a mantener a mi familia? Estas y otras preguntas eran frecuentes… Pero mis dudas no fueron escuchadas, intenté hacerles entender la importancia que yo tenía en la empresa y que muchas cosas dependían de mí. Yo, que pensaba que era indispensable en mi trabajo, ahora estaba privado de toda certeza o garantía de volver a él. Estos pensamientos y preocupaciones, sumados al aburrimiento de estar en ese lugar, que ya no merecía el nombre de hogar, sino de prisión, me llevaron al delirio… ¡Qué difícil es descubrir que no tenemos las cosas en nuestras manos y que todo se vuelve relativo! El delirio, que inicialmente se manifestó como un intruso, ya ocupaba cada segundo de mi día.

Hoy, algunos años después de mi encarcelamiento, puedo admitir que el culmen de todo fue aquel espejo. De hecho, él siempre estuvo allí, pero hasta entonces fue solo para ayudarme a afeitarme. Ese espejo me puso en contacto con mi «yo». El «verdadero yo» que vive escondido dentro de cada uno de nosotros. Nos da vergüenza, así que insistimos en negarlo. Pero ya no me era posible escapar, mi condición de prisionero no me lo permitía. Incluso el móvil, al principio tan comprensivo con mi dolor, se había revelado como un verdadero enemigo que me alejaba de mí mismo y, en consecuencia, de los demás.

Qué escena tan deprimente fue escuchar la voz de mi «verdadero yo». Tenía sin resolver muchas cosas de mi vida. Es como si me encontrara con un montón de escombros sin saber qué hacer. No puedo expresar en papel lo que significa encontrarse consigo mismo en medio del caos. Miedo, inseguridad, frustración, dudas, odio, desesperación… ¡Son solo palabras! Lo que hay en mí es mucho más que eso.

Sin embargo, fue exactamente en ese momento, entre la desesperación y la lucidez, cuando una voz emergió en mí. ¿No sería una proyección de mi desesperación? ¿No sería un refugio dorado creado por mi debilidad? No, no podría producir esa sensación de paz yo mismo. No vino de mí, sino de «otro» extrañamente presente en mí. Ahora reconozco que no surgió en el momento de la desesperación, sino que siempre estuvo allí. Esa voz cálida indicaba dos actitudes infantiles como un ancla en esa tormenta: confianza y abandono.

Confianza y abandono no son palabras mágicas. Están llenas de significado existencial. Fue en el apogeo de mi encarcelamiento, cuando había perdido toda esperanza de sobrevivir a este caos, cuando surgió esta presencia afable y sutil. No puedo explicar cómo alguien pasa del dolor a la alegría, de la prisión a la libertad, de la desesperación a la esperanza… Estas son cosas complejas que no podemos expresar con palabras. Pero fue así, cuando desde lo más duro de mi prisión me liberé de mí mismo y me abrí a la trascendencia.

Fr. Emmanuel María

«Pruébanos tú, Señor, que sabes las verdades para que nos conozcamos!»

«Somos amigos de contentos más que de cruz. Pruébanos tú, Señor, que sabes las verdades para que nos conozcamos!» 

(Santa Teresa, Moradas 3ªs, cap.1,9)

Tiempo de reflexión. Tiempo para amar. Estos días de duro confinamiento, solos o en familia o con algún amigo, nos da tiempo para ordenar nuestra casa, nuestro interior, y nos revela lo mucho que dependemos uno de otro. Que las palabras de Jesús, o Santa Teresa, o San Juan, están infundidas de una verdad reveladora.

Complacientes y viviendo una vida llena de bienestar material, esta pandemia nos revela la importancia de la caridad y misericordia, de cuidar de los enfermos, enterrar a los que han muerto solos, relativizar y transformarnos. Ahondar en nuestro autoconocimiento y amor mutuo. Prepararnos para el mundo post-virus.

Desde lo profundo de la fosa nace la esperanza. En la oscuridad se refuerzan nuestras raíces, para florecer en la luz.

Hermano Frederik