El Hijo Pródigo, Rembrandt, 1668, Museo del Hermitage
Uno de los salmos más conocidos y recitados en la iglesia es el salmo 50. En sus primeros versos leemos: “lava del todo mi delito, limpia mi pecado”, después de haber invocado su misericordia. Al querer interiorizarlos repitiéndolos durante la oración silenciosa, caí en la cuenta de que siempre había puesto más atención en mi pecado, en mi culpa, que en el Dios que limpia. Sin darme cuenta estaba cayendo en la cuenta de que siendo Dios el que limpia, de aquel pecado, de aquel delito no podía quedar rastro alguno. Su limpieza sería tal que aquel delito o pecado habría dejado de existir, se habrían borrado para siempre. ¿Qué era lo que habría logrado tal limpieza?: “SU AMOR”. Dios era el que poniendo amor habría sacado amor. Mi vida se habría liberado de todo egoísmo y se habría convertido en amor, donde no cabe ni delito, ni pecado. Se trata no de condonar una deuda, no de poner un manto para que no se vea la mancha, se trata de transformar una vida, para que sea una vida enamorada. En verdad nuestra relación con Dios entra también dentro de la dimensión teologal, sólo asumible desde la fe, la esperanza y el amor. Ver la realidad en estas dimensiones teologales es sentir que el pecado no es la mera transgresión de una norma, es mucho más. Es seguir siendo ese sujeto lleno de sí, egoísta, incapaz de abrirse al plan de Dios. Si soy capaz de rezar con el salmista al Dios que lava el delito y limpia la culpa, veré que mi vida se llena de amor y se transforma, para ser esa criatura nueva, a imagen de Dios, que pone amor y saca amor.
(Ofrecemos a nuestros lectores esta honda reflexión del carmelita descalzo, P. Daniel de Pablo Maroto, al conmemorar el pasado 15 de octubre su fiesta)
Santa Teresa por José de Ribera, Museo de Bellas Artes, Valencia
La muerte de santa Teresa de Jesús un 15 de octubre de 1582 me sugiere las siguientes reflexiones. Quien piense que los santos son felices porque Dios se les revela, es el médico que sana su cuerpo y su espíritu, les da éxito en la vida, etc., les pido que borren de la mente ese cliché porque es falso. Más bien, sucede todo lo contrario: que a los santos Dios les concede no las glorias mundanas, sino ser imitadores del “crucificado” Jesús de Nazaret. Esta es la lección que nos enseña la hagiografía cristiana y los mártires de nuestro tiempo.
Esta historia les parecerá una acción injusta a los increyentes o a los fieles devotos que creen que la fe en Dios es un paraguas que les protege de las inclemencias de la vida, la enfermedad, la pobreza, la falta de trabajo, etc. Pero es la ley de la Providencia, cuyos caminos “no son nuestros caminos”. Es posible que el silencio de Dios escandalice a los débiles en la fe, pero enamora a los escogidos para una misión especial en la Iglesia.
San Juan de la Cruz escribe a los que creen en el Dios-tapa-agujeros, que se puso de moda en el postconcilio: “Él (Dios) está sobre el cielo y habla en camino de eternidad; nosotros, ciegos sobre la tierra y no entendemos sino vías de carne y tiempo” (Subida del Monte Carmelo, II, 20, 5). Y algo más grave todavía, como defensor de la fe desnuda de apegos “No es de condición de Dios que se hagan milagros, que, como dicen, (¡!), cuando los hace, a más no poder los hace” (Subida, III, 31, 9). Pero nuestro Dios, que permite la cruz, compensa con los dones del Espíritu Santo: la paciencia y la fortaleza para soportar la prueba.
Teresa de Jesús fue un ejemplar de mártir, “elegida” por Cristo para realizar en la Iglesia, y en la civilización occidental, una obra de gigantes, aun siendo una mujer Hoy, en el día aniversario de su muerte, recuerdo a los lectores su experiencia del martirio cotidiano, su “noche purificativa” y martirial, como ella misma confiesa: “Yo conozco una persona que, desde que comenzó el Señor a hacerla esta merced que queda dicha, que ha cuarenta años, no puede decir con verdad que ha estado día sin tener dolores y otras maneras de padecer, de falta de salud corporal […]. Yo siempre escogería el del padecer, siquiera por imitar a nuestro Señor Jesucristo” (Moradas, VI, 1, 7).
Cuando la Santa escribe esta página en 1577 tiene 62 años; hace “cuarenta años”, como dice ella, tenía 22. ¿Qué sucedió, a esa edad, en la vida de la monja recién profesa en el convento de La Encarnación? Lo que ella misma confiesa y confirman los testigos en los Procesos de beatificación como oído a las monjas del convento: había una monja que padecía una “grandísima enfermedad, y muy penosa” y lo sufría con paciencia, y Teresa pidió a Dios que “le diese las enfermedades que fuese servido”, siempre que, al mismo tiempo, le concediese la misma fortaleza para aceptarlas. Según su confesión, Dios aceptó su ofrenda y desde entonces en su vida sufrió toda clase de enfermedades (Cf. Vida, 5, 2). Sé que es una razón que la medicina científica no entiende, pero este es el hecho histórico y verdadero.
Descendiendo a la realidad de su vida, constatamos que lo escrito corresponde a la vivencia de las “noches pasivas del espíritu” previstas por san Juan de la Cruz, mucho más abundantes y dolorosas en los que recorren el camino espiritual hasta la santidad. La Santa Doctora lo ha experimentado casi en la cumbre del camino, como lo describe en las Moradas VI. En esa “noche” experimenta un cierto abandono de Dios, siente y sufre su silencio “en lo interior del alma”, como si estuviera en el “purgatorio” (¡!). Tiene una sensación o experiencia de una inmensa soledad porque “criatura de toda la tierra no la hace compañía”, es casi como una muerte del alma. Es la noche que sufre el alma antes de pasar a las Moradas séptimas (Cf. Moradas, VI, 11, 3-12).
Lo que describe en las Moradas son jirones de la propia alma, “noches oscuras” que está viviendo mientras funda conventos, llorando de pena mientras arrastra su cuerpo enfermo y por no poder misionar para “salvar almas” por ser mujer; sufriendo las inclemencias del tiempo y los obstáculos de las autoridades civiles y eclesiásticas; la angustia por la falta de los dineros que no llegan; la persecución o incomprensión de los buenos, etc. “Noches oscuras” tenuemente iluminadas por “los levantes de la aurora”, soñados por Juan de la Cruz.
La madre Teresa soportó también la “noche” oscura al final de su vida, desde que salió de Ávila para la fundación de Burgos un 2 de enero de 1582, en pleno invierno de la meseta castellana. Ella, enferma de gravedad, tiempo hostil, con fríos y lluvias hasta impedir el paso por caminos embarrados; recepción displicente por parte del arzobispo que creía amigo y permisivo; larga espera de la licencia; penuria de vida de la comunidad que hacía sufrir a la Fundadora; abandono del único apoyo que le quedaba, el provincial P. Gracián. Y, por fin, la fecha de la inauguración el día 19 de abril de 1582.
Se hizo también “noche oscura” en el camino de retorno a su querido convento de San José en Ávila, donde esperaban las monjas hambrientas de pan y de presencia de la Madre. Meditaba en el camino las cosas que le quedaban por hacer y le hacían sufrir porque sentía que se le iba agotando la vida: la soñada fundación de Madrid; resolver los líos de la compra de la casa de Salamanca; sosegar el ánimo de algunas prioras medio rebeldes a la autoridad de la Fundadora y del Provincial. Y, al llegar al soñado descanso de sus conventos de Valladolid y Medina, rota por la enfermedad, se encuentra con unas prioras que descargan sobre ella antiguas rencillas. Días y noches de dolor. Y en Medina, la autoridad, quiebra el deseo de volver a Ávila, pero pasando antes por Alba de Tormes.
Y allí descansó para siempre en la noche del 4 de octubre de 1582, siendo al día siguiente, por capricho del calendario, día 15, quizá simbolizando que la “noche” oscura anunciaba y se convertía, por la muerte de una Santa, en una noche “en pos de los levantes de la aurora”, como glosó también san Juan de la Cruz. Murió tranquila, “hija de la Iglesia”, recordando sus pecados, esperando con gozo que iba a ser juzgada por aquel a quien había amado apasionadamente y que le decía: Entra en el gozo de tu Señor. ¡Descansa en la paz de Dios Andariega, Doctora de la Iglesia y Heraldo de Cristo!
Una Santa que no es ajena a las realidades del mundo
Ofrecemos a quienes nos visitan, un extracto de algunas de las reflexiones del carmelita descalzo P. Daniel de Pablo Maroto, con ocasión del cincuentenario de su proclamación como Doctora de la Iglesia
Teresa de Jesús por Fray Juan de la Miseria, Sevilla
Existe la creencia, no sólo entre el pueblo, sino entre algunos intelectuales, de que los santos, especialmente los místicos, viven en un mundo de ilusiones, irreal, ensimismados en la Divinidad con sus éxtasis, visiones o locuciones. Nada más contrario a lo que acontece en Santa Teresa de Jesús. Ella tuvo dos momentos cumbres de “experiencia mística” que ella define como “desposorio” y “matrimonio” espiritual. Se sitúa el primero en torno al año 1556, la “conversión definitiva”, cuando oyó en su interior: “Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles” (Vida, 24, 4-8). El tema lo expuso en las Moradas sextas. Y el “matrimonio”, noviembre del 1572, siendo priora de La Encarnación (Cuentas de conciencia 25, 18 de nov.), tratado en las Moradas séptimas.
Su experiencia de la Divinidad la vivió en la interioridad pero se manifestaba con frecuencia en “fenómenos” somáticos, las más visibles son los “éxtasis”, pero no pertenecen a la esencia del misticismo. Es la expresión más profunda de la capacidad amorosa del ser humano, la que llena los vacíos que pueden dejar el sufrimiento, las cruces sufridas. El modelo y el espejo en que se miran es el Crucificado Jesús del que los místicos se enamoran.
Este apasionado amor experimentado en la unión con Dios no sólo no aliena a los místicos, sino que enriquece sus facultades mentales para entregar, con la misma pasión, la vida a sus hermanos los hombres. El ejemplo de Santa Teresa elimina toda duda el respecto como conocen bien los lectores de sus Obras. Pocas personas místicas – ellas y ellos- han tenido un experiencia de la Divinidad tan profunda; y, al mismo tiempo, que se hayan integrado tanto en los quehaceres “materiales”, en los “negocios y dineros”, afirmando que lo “temporal” ayuda a lo “espiritual” (Visita de descalzas, 2 y 10). Como prueba de la integración en la vida selecciono algunas de sus actuaciones, y no perdamos de vista que su preocupaciones “materiales”, acciones y consejos se integran en la vida cotidiana.
Por ejemplo cuando su hermano Lorenzo pensó volver a España desde Las Indias el año 1570, un viaje frustrado, se preocupó de que sus dos “niños” residieran en Ávila, mejor que en Toledo, para estudiar gramática en el colegio de los jesuitas, y después, si lo desean, en los dominicos de Santo Tomás, filosofía y teología (Carta a Lorenzo de Toledo a Quito, 17-1-1570 n.8).Intervino también en la búsqueda de un “paje” como signo de señorío en Las Indias, que les acompañe en el colegio, pero juzga que no es conveniente el uso de “Don” como parece que se acostumbraba en América por la categoría social de su padre.
Por otra parte, resulta curioso para un lector moderno ver a Teresa, monja de clausura y fundadora de conventos con fama de mística y santa, hacer el oficio de “casamentera” de su sobrino Francisco, primero con una joven de Segovia, sin éxito y después sufriendo las impertinencias de la madre de su nueva esposa en Valladolid. Y, finalmente, tuvo que hacerse cargo de una niña, hija de una relación extramatrimonial de Lorenzo (hijo), joven “travieso” que marchó a América en busca de la fortuna de su padre, y Teresa se ocupa de ella pero le dice que envíe dineros para su alimentación hasta ver que dispone Dios en el futuro.
También sorprendemos a nuestra Santa recomendando a los grandes de este mundo a algunas personas de su entorno familiar o de sus amistades. Por ejemplo, recomendó a su sobrino Gonzalo, hijo de su hermana Juana, como paje de compañía, nada más y nada menos que al duque de Alba, contactando primero con la mujer del secretario Juan de Albornoz y pidiendo la mediación de la misma duquesa (Carta a Doña Ines Nieto 31-X-75, nn 1-2). Entrañable, por puro agradecimiento, me parece la petición a don Álvaro de Mendoza, obispo de Ávila, para que conceda a don Gaspar Daza, mal consejero en sus primeras experiencias místicas, pero defensor de la comunidad de San José, una canonjía (Carta al mismo de primeros de agosto 1577) Otras añade el autor, e indicando que son muchas más las que se podrían traer. (cfr articulo completo en la web, página de la rueca a la pluma).
Para concluir, recordaría su constante preocupación de las enfermedades de sus hijas e hijos, de sus amigos y amigas, de sus penas y alegrías, sugiriendo remedios caseros para sus males como una consumada enfermera o doctora, apelando a los consejos recibidos de los especialistas o fiándose de su propia experiencia.
Termino recordando una de sus preocupaciones más arduas y duraderas que sufrió la mística Teresa en los última etapa de su vida y que indica, una vez más, su integración en la vida de cada día: la defensa de su obra de fundadora, su Reforma del Carmelo en peligro de perecer atacada por los padres calzados con la colaboración del nuncio Felipe Sega. Para ello acudió, con respeto y atrevimiento, al mismísimo Felipe II, aconsejando a los frailes lo que tenían que hacer, principalmente pedir al Papa la concesión de una provincia independiente de los carmelitas de España. Fue la primera en proponer el remedio y lo consiguió.
Esta es Santa Teresa, la excelsa mística, extasiada ante la Divinidad, pero pisando firmemente la tierra como “encarnada” en ella, modelo de humanismo cristiano.
Me sorprendí orando con dos versículos de salmo 134: “Yo sé que el Señor es grande,” “todo lo que quiere lo hace”, y su sentido se me iba abriendo a contenidos que en su simple lectura no había llegado a descubrir. Ciertamente nunca hubiera dudado de la afirmación “el Señor es grande”, pero lo hubiera dejado en una inmensidad y grandeza que difícilmente me interpelaba. El lo podía contemplar grande; pero en su cielo. En estos momentos comencé a descubrir que su grandeza me envolvía, que sus dimensiones, no eran de lejanía en espacios infinitos alejados de mí, sino en su entrañable cercanía que me envolvía, como lo envolvía todo. En ello estaba su grandeza, su inmensidad. Así tan cerca, su grandeza no era el fundamento de un poder caprichoso que lo que quiere lo hace. Me pregunté entonces que es lo que quiere hacer de mí, estando tan cerca, Me pude percatar que no me envolvía amenazándome con su poder arrollador, sino con su poder transformador. Que su voluntad no podía traducirse en un poder omnímodo y amenazador, sino la fuerza de un poder que acaba transformando por amor. Me abrí entonces a ese querer de Dios, para nosotros, para mí. ¿Cómo se haría presente su poder en estos momentos que estamos atravesando?. Sólo estando ahí con su grandeza su querer se traducía en abrir el corazón de todos y cada uno a aquel amor con el que Él puede transformarnos, hacernos aquello que Él verdaderamente quiere desde su amor siempre presente por su grandeza: superar las pruebas de la historia desde la maduración y el crecimiento. No desde el castigo o el aniquilamiento.
“Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre” (Sal 33,4). Al leer estas palabras del salmo quise asociar a mi oración a cuantos me rodeaban, lo hice de corazón, pero veía que la grandeza del Señor a la que yo podía invitar a los demás a cantar conmigo distaba mucho de su verdadera magnitud. Tampoco podía llegar a descubrir cómo ensalzar en verdad su nombre, tal y como merece ser ensalzado. Es entonces cuando recordando el “magnificat” me asocié, uniendo a todos los que me rodeaban, a la oración de María. Ella sí que recordando estas palabras del salmo, me invitaba a unirme a su alabanza a quien había hecho obras grandes, a ensalzar a aquel cuyo nombre es santo. Desde su humildad y pequeñez, María nos invita a toda la humanidad a asociarnos a su canto, a proclamar con ella la grandeza del Señor y a ensalzar su nombre, y hacerlo en su verdadera medida. Con María se hacen verdaderos los deseos del salmista, cuando pronunciadas por ella estas palabras: “Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre”, nos invita a todos a unirnos a cantar el “magnificat”.