Leía momentos antes de la oración en vísperas estas palabras del salmo 114, “Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante”. Me parecieron muy apropiadas para mantener viva mi oración de la tarde. Me resultaban un tanto egoístas, si eran condicionales, es decir si eran una condición para amarle el que me escuchara. Más tarde intuí que lo verdaderamente grandioso era que me escuchaba, que estaba atento a mi voz, que ahora era suplicante, y lo estaría siempre, en toda ocasión que tuviera de abrirme a Él. Con ello se fue acrecentando mi confianza de estar amando a quien me escuchaba siempre. Que mi diálogo podía ser continuo, que su cercanía era absoluta. Mi oración de súplica podía ser en alguna ocasión, pero no siempre, la ocasión para amarle, al sentirme escuchado. También podía amarlo porque me escuchaba cuando le daba gracias, o sabía acercarme a Él como a un amigo. Me resultó entonces fácil salir de lo que pudiera ser un amor egoísta, y vivir esa cercanía de Dios que siempre escucha, que abre sus oídos a todo mi ser para que me abra a Él.
F. Brändle