“Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote”. (Sal 62). Ante estas palabras del salmo quise vivir mi oración, descubriendo, o mejor, dejando que se me diera a conocer lo que encierra tan buen propósito. La totalidad de mi vida no la descubrí en su sentido temporal, un día tras otro, sino en la plenitud de sus dimensiones. Todo mi vivir querría que se tradujera en bendición de Dios. No lo entendía como muchos actos de ofrecimiento, sino un solo deseo: “todo mi vivir” estaría en Dios, sólo tendría un motor: su vida en mí. Algo se me hacía cada vez más claro que sólo así, en El, por Él podría decir: “toda mi vida te bendeciré”. Alzar las manos, no era un simple gesto de invocación, era más. Querría que cuánto pedía fuera al mismo tiempo entrega, nada de lo que mis manos pudieran pedir estaría fuera del ámbito divino en el que se hiciera amor y entrega. Descubrir la vida humana, mi vida como verdadero hombre, totalmente vivida en Dios, vino a ser el término de la oración, repitiendo estas palabras del salmo. Si celebramos el nacimiento de Dios como hombre, hemos de celebrar también el nacimiento del hombre en Dios.
F. Brändle