Sujetas los párpados de mis ojos

“Sujetas los párpados de mis ojos, y la agitación no me deja hablar” (Sal 76). Con estas palabras del salmista es fácil comprender hasta dónde pueden llegar los acontecimientos que nos envuelven. Se alejan de nuestra comprensión y nuestra capacidad de abordarlos, y se convierten en esa pesadilla, que en boca del salmista: “sujeta los párpados de mis ojos”, sin dejarme dormir. Es el momento de ahondar la oración de súplica, no tanto para quedar tranquilo pensando que todo se va a arreglar conforme yo puedo entender, sino que he de poner mi atención no en lo que puede estar sucediendo, sino en el amor de Dios que me da confianza. Seguiré sin comprender, no puedo hablar, verbalizar, lo que siento y vivo, pero, desde la confianza en Dios, busco sinceramente al Señor. El salmo 76 no quiere ser un somnífero que me aleje de la vida, sino una puerta abierta a afrontarla desde la cercanía de Dios, que está conmigo, porque sabe que lo que está sucediéndome es incomprensible, que no me deja dormir, y que difícilmente puedo explicarme y dar a entender. Espero así el paso de Dios por mi vida, por la historia, de ese modo incomprensible que parece no dejar huellas, pero que me permite atravesar el mar de aguas caudalosas.

F. Brändle

Salmo 76

Recuerdo del pasado glorioso de Israel

Alzo mi voz a Dios gritando, 
alzo mi voz a Dios para que me oiga. 

En mi angustia te busco, Señor mío; 
de noche extiendo las manos sin descanso, 
y mi alma rehúsa el consuelo. 
Cuando me acuerdo de Dios, gimo, 
y meditando me siento desfallecer. 

Sujetas los párpados de mis ojos, 
y la agitación no me deja hablar. 
Repaso los días antiguos, 
recuerdo los años remotos; 
de noche lo pienso en mis adentros, 
y meditándolo me pregunto: 

«¿Es que el Señor nos rechaza para siempre 
y ya no volverá a favorecernos? 
¿Se ha agotado ya su misericordia, 
se ha terminado para siempre su promesa? 
¿Es que Dios se ha olvidado de su bondad, 
o la cólera cierra sus entrañas?» 

Y me digo: «¡Qué pena la mía! 
¡Se ha cambiado la diestra del Altísimo!» 
Recuerdo las proezas del Señor; 
sí, recuerdo tus antiguos portentos, 
medito todas tus obras 
y considero tus hazañas. 

Dios mío, tus caminos son santos: 
¿Qué dios es grande como nuestro Dios? 

Tú, oh Dios, haciendo maravillas, 
mostraste tu poder a los pueblos; 
con tu brazo rescataste a tu pueblo, 
a los hijos de Jacob y de José. 

Te vió el mar, oh Dios, 
te vio el mar y tembló, 
las olas se estremecieron. 

Las nubes descargaban sus aguas, 
retumbaban los nubarrones, 
tus saetas zigzagueaban. 

Rodaba el estruendo de tu trueno, 
los relámpagos deslumbraban el orbe, 
la tierra retembló estremecida. 

Tú te abriste camino por las aguas, 
un vado por las aguas caudalosas, 
y no quedaba rastro de tus huellas: 

Mientras guiabas a tu pueblo, 
como a un rebaño, 
por la mano de Moisés y de Aarón.