
Me sorprendí rezando con sencillez este versículo por lo que empecé a descubrir en él. Sin necesidad de acudir a comentario alguno, vi claro que se trataba de una intercesión hecha por el salmista, por el orante al Dios de Israel para que cumpliera los deseos del corazón de su rey. Lo que me sorprendió admirándome es: que si, como es verdad para mí, el rey, mesías ungido de Israel, era Jesús, estaba pidiendo que se cumplieran los deseos de su corazón, los que Jesús abrigaba y que me sobrepasaban. Me llenó de entusiasmo estar pidiendo al Padre lo que yo mismo no era capaz de conocer pero que Él conocía bien, pues había mandado a su Hijo para realizar esa misión. Lo que aún me abría más a la presencia de Dios y a sentirme envuelto por ella al poner en mis labios estas palabras del salmo, era que contaba con mi pobre oración para llevar a cabo sus planes. Más aún, que su proyecto estaba también en nuestras manos, que nos había dejado a los hombres esa capacidad de compartirlo y llevarlo a término. No se trataba de pedir a Dios lo que nuestros deseos, mis deseos, siempre mezquinos nos impelen a pedir, sino de abrirnos a su proyecto y pedir sin más que se cumplan los deseos que Jesús encierra en su corazón. Los que se convierten en salvación para todos, y que han de ser al fin los verdaderos deseos que han de salir de mi corazón. Pedía que me purificara de modo que pudiera llegar con verdad a pedir sólo eso: “que cumpla el deseo de tu corazón”, el de Jesús que vino a salvarnos.
F. Brändle