“Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares” (Sal 125). Una afirmación tan sencilla encierra una hermosa enseñanza. La experiencia no es la relativa a una vez, sino a los ciclos que se van sucediendo año tras año. Así se me fue clarificando el contenido de este versículo. Es fácil, pensar que un momento de prueba acabará, pero cuando la prueba nos envuelve, se nos hace definitiva y última. Nos vemos abocados a esperar más allá de nuestros cálculos. Y sucede que la prueba se pasa. La alegría de la cosecha la volvemos a vivir como algo que ya no se acabará, pues la vivimos después de haber pasado la prueba. Lo cierto es que se vuelven a suceder momentos de lágrimas y dolor. Y así en ese cíclico devenir nos sorprende la vida. Llegamos a admitirlo, pero lo que es más difícil llegar a descubrir es que no son ciclos eternos de vida que no cambia ni se transforma. Lo que realmente sucede es que cada período de siembra va madurando nuestra cosecha, para hacerla más auténtica. Que la prueba de las lágrimas nos va abriendo un camino de transformación que nos eleva y hace que lo que vivimos lo podamos hacer con mayor entrega y abandono, hasta llegar a vivir la prueba última y definitiva, que nos abrirá las puertas de la cosecha eterna.
“Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante” (Sal 114). Estas palabras del salmo me adentraron en la oración. Dejé pronto de pensar en mi pobre amor al Señor y me fui quedando envuelto en lo que no había caído en la cuenta en otras ocasiones: el escuchar de Dios. Nunca me había parado en ello, porque lo identificaba como un oír una petición como tantas que se pueden dirigir a alguien que está ahí para responder sin más a los que piden algo, si ve que les conviene o que puede hacerlo.
Si Juan de la Cruz pudo decir con verdad que el mirar de Dios es amar, yo ahora me parecía ver claro que el escuchar de Dios es amar. Que toda la vida del hombre, que se pondrá de manifiesto como envuelta en tristeza y angustia a lo largo del salmo, era esa palabra que el hombre dirige a Dios para que le escuche, y que lejos de ser escuchada en la indiferencia, era acogida en el más puro amor. Pude entender que todo el salmo era una llamada a vivir la resurrección, porque Jesús en su entrega en la Cruz, fue escuchado, amado entrañablemente por el Padre, y caminará para siempre en el país de la vida. Se me puso de manifiesto que toda mi vida estaba delante de Dios como una palabra que Dios escuchaba desde su inmenso amor al hombre. Sentí crecer la confianza y se me fue haciendo luz para descubrir que estamos siendo con nuestra vida una palabra de hombre que Dios escucha, porque siempre tiene inclinado su oído hacía mi, en este día que es nuestra existencia hecha invocación a Dios.
A lo largo de esta octava de Pascua, cada tarde, en el rezo de Vísperas se recitan estas palabras del salmo 109: “Eres príncipe desde el día de tu nacimiento, entre esplendores sagrados, yo mismo te engendré como rocío antes de la aurora” ¿Dónde encontrar esos esplendores sagrados, que no dependen de los rayos de la aurora? ¿qué luz es esa que engendra la Vida? Todo parece remitir a un nacimiento nuevo, el nacimiento de la Vida que supera la muerte. El renacer del Resucitado. Mi oración seguía envuelta en el misterio de esos resplandores sagrados que me hablaban de una luz nueva. Las fiestas gozosas de Pascua de Resurrección nos dan testimonio de esta Luz de la Vida en la que ser alcanzados por Dios. Con San Juan de la Cruz entendí que esa Luz de la que salen esos resplandores sagrados en los que descubrimos al Resucitado, al nacido a la Vida, es la que arde en el corazón. Por ella somos guiados en la noche de nuestra vida que se hace noche pascual. El fuego del amor se hace resplandor sagrado en el que Dios hace nuevas todas las cosas que por amor fueron creadas y por amor transformadas para alcanzar la plenitud de su ser en Dios. Con la Resurrección podemos hablar de aquel nacimiento que coloca a Cristo como príncipe, cabeza de la nueva creación, que surge en medio de la noche, como rocío, antes de la aurora.
La Resurrección de Cristo, Rafael Sanzio, 1499-1502, Museo de Arte Sao Paulo, Brasil
Con este grito de júbilo pascual, no dejamos atrás lo vivido en Navidad, en la Pasión, para poder celebrar la Resurrección. Todo se vive en el misterio de Dios-Trinidad. Las tres Personas están en el misterio de la Encarnación, del Nacimiento, de la Pasión y de la Resurrección. Hoy celebramos la Resurrección como culmen de la revelación de Dios que hemos ido viviendo en cada misterio de la vida de Jesús, que encierra el misterio de la creación en su plenitud. En este Triduo pascual, el canto de los improperios: ¿Pueblo mío, qué te he hecho, en qué te he ofendido?. Respóndeme, lo viví como ese lamento divino, en el que el misterio de Dios se desvelaba en su maravillosa acción en la historia amando siempre al hombre. Y ese Dios era el misterio de las tres personas actuando siempre en esa indivisible unidad y en su inconfundible identidad. Por eso siempre se me hizo difícil separarlas, alejarlas. No podía entender un Padre eterno que abandona al Hijo, un Hijo que se lamenta del abandono del Padre. Sí, es cierto que los evangelios recogen el comienzo del salmo 21: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? Pero es el comienzo del salmo, y no la clave del mismo, que Jesús recitaría acabando en la confianza en Dios. Es el verdadero abandono de quien se sabe entregado por el Padre para mostrar su amor a los hombres. El Padre nos ama, entregando al Hijo que así puede darnos el Espíritu.
El misterio de la Pasión y muerte nos ha de llevar a descubrir que el Hijo no se sintió abandonado del Padre, sino entregado por Él a los hombres, abandonándose Él voluntariamente al Padre, para poder entregarnos su Espíritu, el Amor que de Él recibía para dárselo a los hombres. Hoy podemos celebrar la Resurrección como culmen de la obra de Dios, que nos llama a vivir totalmente su misterio trinitario. La Creación, la Historia, asumidas por Jesús, son llevadas en él, a través de su vida y muerte, a la resurrección, que hemos de vivir siempre en esperanza aguardando el día que se desvele plenamente su fuerza salvadora. Ahora sí que podemos celebrar la Vida escondida en Dios y revelada a los hombres en Jesús resucitado. La Vida que todo lo inunda desde su origen en el Dios Trinidad. Ahora se nos abre nuestra vida descubierta en la creación, en la historia y en uno mismo a la Vida divina, volviéndose así trinitaria. Se nos abre la vida, egoísta y cerrada, para hacerla trinitaria. Se nos abre la vida para sentir las tres Personas divinas en nosotros hechos comunidad humana, expresada en la Iglesia, en la creación hecha lugar en que vive y mora la gloria de Dios. Sentir en nosotros el abrazo inmenso del Padre al Hijo entregado y abandonado en Él, para derramar, haciéndolo todo nuevo, su Espíritu, contemplado en el cuerpo resucitado del Señor. Cristo resucitado nos abre la vida para sentir el Misterio de Dios Trinidad, las tres divinas personas viviendo en nosotros, no como individuos, sino como ese gran Misterio de Amor que culmina su revelación en la resurrección. Cristo resucitado nos abre la vida para contemplar la creación vestida de hermosura, donde mora la honra y gloria de Dios. ¡Feliz Pascua de Resurrección!