“Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante” (Sal 114). Estas palabras del salmo me adentraron en la oración. Dejé pronto de pensar en mi pobre amor al Señor y me fui quedando envuelto en lo que no había caído en la cuenta en otras ocasiones: el escuchar de Dios. Nunca me había parado en ello, porque lo identificaba como un oír una petición como tantas que se pueden dirigir a alguien que está ahí para responder sin más a los que piden algo, si ve que les conviene o que puede hacerlo.
Si Juan de la Cruz pudo decir con verdad que el mirar de Dios es amar, yo ahora me parecía ver claro que el escuchar de Dios es amar. Que toda la vida del hombre, que se pondrá de manifiesto como envuelta en tristeza y angustia a lo largo del salmo, era esa palabra que el hombre dirige a Dios para que le escuche, y que lejos de ser escuchada en la indiferencia, era acogida en el más puro amor. Pude entender que todo el salmo era una llamada a vivir la resurrección, porque Jesús en su entrega en la Cruz, fue escuchado, amado entrañablemente por el Padre, y caminará para siempre en el país de la vida. Se me puso de manifiesto que toda mi vida estaba delante de Dios como una palabra que Dios escuchaba desde su inmenso amor al hombre. Sentí crecer la confianza y se me fue haciendo luz para descubrir que estamos siendo con nuestra vida una palabra de hombre que Dios escucha, porque siempre tiene inclinado su oído hacía mi, en este día que es nuestra existencia hecha invocación a Dios.
P. F. Brändle