
“Mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene” (Sal 62,9). Con estos versos del salmo entendí que mi alma es mi vida y que mi vida la alcanzaba a través de la misteriosa unión con Dios que proclaman los grandes místicos, lo cual se me hacía difícil porque los criterios para discernirlo no estaban a mi alcance. Estaba cierto que mi alma es mi vida humana que debía unirse a la divina. Me agarré a los más simple, sí, mi respirar lo debía hacer en unión con Dios, digerir los alimentos, dormir, todo lo relativo a mi vida orgánica, me tendría que servir de primer eslabón para descubrir que mi alma estaba unida a Dios. Si así era ¿Cómo no darle gracias por los alimentos, por la bebida…? ¿Cómo no hacerlo por el aire que respiro? Mis estados de ánimo emocionales no tenían por qué unirme o separarme de Dios por criterios tan externos como que teniendo a Dios no podía estar triste, o que su presencia en mi vida me colmaría de alegría. Sí, Él está conmigo en la alegría y en la pena, en el ánimo y en el desánimo. Lo importante es convencerme de ello y acudir a esa unión con Dios por encima de criterios evidentes según el sentir humano, sin más. Así llegue a descubrir que su diestra me sostiene, que él me mira en la palma de su mano para llenarme de su amor, y alentar mi vida en esa misteriosa unión con Él, que ya no se me haría ajena a mi vida humana, sino que muy al contario la iría haciendo cada vez más semejante a la suya.
F. Brändle