Cambiaste mi luto en danzas

Salvator Mundi, atribuido a Leonardo da Vinci

“Cambiaste mi luto en danzas, me desataste el sayal y me has vestido de fiesta; te cantará mi alma sin callarse. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre” (Sal 29,12-13). Recogía estas últimas palabras del salmo para adentrarme en la oración silenciosa como canon que me ayudara a vivir ese momento. Temía que un texto tan amplio dejara de ser un canon y se convirtiera en una larga reflexión, pero pronto descubrí que lo que este texto me evocaba no era una serie de situaciones en las que de un estado marcado por la tristeza y el desánimo había pasado a vivir momentos de entusiasmo. Al evocar el texto en mi oración, sin más consideración, pasé a vivir el gozo de sentir que nuestra vida no es lo que se percibe en los distintos estado de ánimo, tan variables según las circunstancias, sino la conciencia de que estamos llamados a vivir en una continua acción de gracias, en un canto sin fin, porque realmente somos lo que no sabemos: personas agraciadas por ese Dios que cambia nuestra manera de ver las cosas, que hace de nuestra vida una fiesta, porque nos ha vestido de ese traje que nos descubre lo que realmente somos.

F. Brändle

me cubres con tu palma

Las Mártires de Guadalajara

“Me estrechas detrás y delante, me cubres con tu palma” (Sal 138,5). En un salmo que nos recuerda el conocimiento de Dios sobre cada uno de nosotros, con un saber que nos sobre pasa, me sorprendió ese abrazo de Dios y esa potencia divina. Habíamos comenzado nuestra oración silenciosa, con el canon: “alma, a ti buscarte has en mí, y a mí buscarme has ten ti”. Descubrí en el silencio y a la luz de este versículo del salmo cuán cierto era. A Dios sólo le descubriré en ese estrecho abrazo que me funde con Él, donde me entrega toda su vida, para poderle conocer en mí, al tiempo que me acoge en su misterio para poderme conocer en verdad en Él. Caer en la cuenta de ello es llagar a no buscarme ya fuera de Dios que así me ha abrazado. En él puedo ser en verdad lo que anhelo y debo ser, porque su abrazo no nos destruye, Así abrazados nos cubre con su palma. La mano de Dios, su bondadoso actuar, se convierte para nosotros en protección cierta. Ser conocidos por Dios, es ser amados, y esto hasta llegar a ser verdaderamente abrazados por Él. Comprendí que el salmo me invitaba a ello, partiendo de esa verdad tan contundente: el abrazo de Dios.

F. Brändle

celebrar el nombre del Señor

Virgen del Carmen, Sebastián de Herrera, c. 1650, plumilla, Museo del Prado

“Allá suben las tribus… a celebrar el nombre del Señor” (Sal 121). Celebramos la festividad de Santa María del Monte Carmelo, la Virgen del Carmen. Uno de los salmos que rezamos en Vísperas fue el 121, y de él he entresacado estos versos, que llenaron mi oración. El monte, en que se asienta la nueva Jerusalén, sin duda, es el Monte Sión. Pero en la tradición de la Iglesia hemos encontrado otros montes donde vivir y celebrar el nombre del Señor. Uno de ellos es el Monte Carmelo. Identifiqué en mi oración este lugar al que suben las tribus con el Monte Carmelo, al encuentro del Señor. Allí María, bajo esta hermosa advocación, es la Madre espiritual que engendra hijos que se unen para celebrar el nombre del Señor. Su origen habría que remontarlo a Elías que en este monte mostró la gloria del Dios vivo, consumador del sacrificio que ofrecía, con el fuego bajado del cielo. De allí surgieron aquellos ermitaños que en tiempos de las cruzadas decidieron vivir en obsequio de Jesucristo en este Monte Carmelo, junto a una capilla dedicada a la Virgen María. Ella inspiradora y alentadora de esta vida de escucha de la Palabra, fue su Madre y Hermana. Obligados a huir a Occidente, fueron el origen de la familia del Carmelo. De aquí la devoción a Santa María del Monte Carmelo, se fue extendiendo. Ahora son numerosas las gentes que la invocan. Son las numerosas tribus que cada año celebran su fiesta, y lo hacen subiendo a este Monte. Invocar a Santa María del Monte Carmelo es dejarse cubrir por su escapulario, y con ello, sentir la llamada a dejarse alcanzar por Dios contemplado y amado. Cercano en los peligros, pero al mismo tiempo Palabra que me llama a una profunda relación con Él. Al repetir estas palabras del Salmo pude unirme en mi oración a cuantos en el día de Santa María del Monte Carmelo la celebraban. Ya fuera entre las gentes del mar, o entre tantos devotos que se acercaron a ella para agradecer su protección maternal.

F. Brändle

Abre la boca que te la llene

“Abre la boca que te la llene”. (Sal 80,10). Estas palabras del salmo me ayudaron a descubrir hasta dónde nuestra hambre de saber se ha de saciar al acercarnos a Dios. La sabiduría que se me da saciará un hambre que descubro en mi vida tras una seria búsqueda de lo que puede hacerme comprender el sentido de mi vida. No me bastaba una doctrina, unas ideas en las que poder apoyarme, necesitaba alguien que me ayudara a escuchar estas palabras en el fondo del corazón. La llamada de Jesús a seguirle, me llevaron a descubrirlo. Entendí que la respuesta de Pedro ante la pregunta de Jesús acerca de su voluntad de seguirle y permanecer a su lado: ¿A quién vamos a ir, tú tienes palabras de vida eterna? No era una respuesta cómoda, sino la confirmación de que era la única respuesta a esa hambre de verdad en el camino de la vida. En Jesús se encarna la respuesta de Dios al acercarnos a Él para encontrar sentido a nuestra vida. Esa respuesta era la que nace después de sentir la necesidad de abrir nuestra boca para saciarnos plenamente. Sin abrir la boca, sin adentrarnos en esa verdadera hambre de un sentido auténtico para nuestra vida, no podemos tampoco descubrir la bondadosa oferta de Dios de llenarla.

F. Brändle

Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles

Edvard Munch, la niña enferma 1885-1886 Galería nacional, Oslo

“Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles”. (Sal 115,15). Con este verso del salmo había tropezado en otras muchas ocasiones. Unas en las que parece que Dios en su ternura estaba junto a los que lloraban a sus seres queridos, sintiéndolo con ellos, otras en las que si así era, por qué no lo había evitado, y siempre se trataba de razonar, pensando que era lo mejor para él, a pesar de que costara, pues incluso a Dios le cuesta. En esta ocasión quería abrirme con ella paso para vivir ese momento contemplativo-orante. Como siempre trato de no hacer consideraciones, como más arriba he podido hacer. La repetía sin más. Sin proponérmelo conceptualmente, iba descubriendo su sentido a la luz de lo que me enseña San Juan de la Cruz. Transformar el alma en Dios, llevarla a la unión con Él, lo hace Él mismo, y no es tarea fácil, mucho le cuesta, porque se trata de transformar al hombre. Se trata de hacer morir al hombre viejo, al yo que domina nuestra vida. Encajaba bien por un lado el costarle mucho a Dios y por otro la muerte de sus fieles. No se trataba de la muerte física, biológica: por longura de días o enfermedad, sino de la muerte al hombre viejo, al yo egoísta. Nos cuesta morir a nosotros mismos, aún con la ayuda de Dios, pues aún a Él mismo se lo hacemos difícil. Lo ha de hacer desde el Amor que Él es, y no nos dejamos tan fácil arder en esa Llama viva, que transforma el madero en fuego de amor. Sí, repetía una y otra vez: “mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles”.

F. Brändle