Devuélveme la Alegría

“Devuélveme la alegría de tu salvación” (Sal 50,14). Eran las palabras del salmo que comenzaron a resonar en mi oración. Poco a poco fui despertando a la conciencia de que muchas de las alegrías que había podido ir viviendo no respondían a la propia de la salvación, y sin embargo era en ellas en las que había apoyado la conciencia de ser salvado. No necesité analizar nada, era una llamada interior la que me decía que tal petición se basaba en volver a afianzar mi experiencia de salvación en los momentos en los que se me había concedido, comenzando por la celebración de mi bautismo como expresión de mi vida en Dios. La participación en la Eucaristía como verdadera experiencia  del misterio de Cristo entregado por mí. La oración como conciencia cierta del amor de Dios actualizada en mi conciencia. El servicio al prójimo más allá de una mera filantropía, hecho por verdadera entrega. Lo que con el salmista le pedía en mi oración es volver a reconocer que ahí está la alegría de la salvación, a la que he de acudir siempre que me vea rodeado de situaciones, que nunca me debieran separar de la alegría de la salvación, pero que por mi debilidad me han podido alejar de ella, y ahora con el salmista le pedía humildemente al Señor que me volviera a regalar.

F. Brändle

No abandones la obra de tus manos

Manos en oración, Albrecht Dürer, 1508, Albertina Museum

“No abandones la obra de tus manos” (Sal 137,8). Con estas palabras me adentré en la oración. Al escogerlas para vivir mi oración silenciosa, pensaba que pronto me recogería pensando en que era una bella petición, que facilitaría mi atención amorosa. No caí en la cuenta de que pronto me parecería pretencioso pedir a Dios algo que sonaba a descuido por su parte. Se me fue desvelando que lo que verdaderamente tenía que descubrir era el convencerme de que era obra de sus manos. No me resultaba fácil sentir esa mano divina en el vivir cotidiano. Mi vida parecía estar en mis manos y no en las manos de Dios. El pedir no ser abandonado era en el fondo un modo confundido de acercarme a Dios. No había abandonado la obra de sus manos, sino que era mi postura cerrada la que le impedía realizarla. La petición fue transformándose en: “no permitas que impida realizar en mí lo que siempre has deseado hacer, pues no puedo olvidar que soy obra de tus manos”. Mi oración se fue llenando de ese deseo y con humildad si pude hacer la petición, que no era acusación a Dios que podía abandonarme, sino a mí que no había caído en la cuenta de que era obra de sus manos.

F. Brändle

La Asunción de María

Asunción de la Virgen, Giovanni Battista Tiépolo, Oratorio della Purità (Udine) s.XVIII

“Enaltece a los sencillos: La Asunción de María”

“El Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas me salvó” (Salmo 114,6). Me pareció un verso muy a propósito para ayudarme en la oración. Nada mejor que vivir esa sencillez para orar. No tardó en hacerse luz en mi oración. No se trata de apropiarme esa cualidad de sencillo sin más, sino de caer en la cuenta de que si quiero ser guardado por Él he de aspirar a vivir en esa sencillez. Y sin pensarlo, sólo dejándome iluminar por el versillo fue cayendo en la cuenta de las muchas cosas que me hacen caer en la doblez. La de veces que busco escusas y trato de disculparme, interior o exteriormente. Me sentí verdaderamente indigno de ser guardado por el Señor. Me abrí sinceramente a ese sentimiento de abandono que me libere de mi doblez, soy para Dios, sin más, no necesito complicar mi conducta con nada, ni liberarme de nada, basta ser tal cual soy, para ser esa criatura sencilla, que se contempla pobre ante Dios, y le pide que le guarde. Que me haga sentir mi debilidad para sentirme salvado, Le di gracias una vez más porque desde su Palabra me va iluminando. Puedo así comprender que María, siempre a la escucha de la Palabra, meditándola en su corazón, entendiera de modo maravilloso estas palabras del salmo, cuando proclama que Dios derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, que todo aquello que nos aparta de la sencillez en la que Ella vivió ha de ser derribado, para como ella ser un día ascendidos al cielo en el que ser salvados. F. Brändle

las olas se estremecieron

Cristo en la Tormenta del Mar de Galilea, Rembrandt, 1633

“Te vio el mar, oh Dios, te vio el mar y tembló, las olas se estremecieron” (Sal 76,17). Con estas palabras del salmo, que acabábamos de recitar en Laudes, quedé sorprendido en el tiempo de mi oración silenciosa. El mar, ancho y dilatado, inmenso que se impone al hombre en su pequeñez, tiembla ante Dios. No cabía en mi imaginación un mar tembloroso. Cambié de registro, no quise imaginar, sólo dejarme llevar de la grandeza de Dios, que hace temblar al mar. Pero al mismo tiempo su grandeza no me causaba temor, ni me hacía temblar. Su presencia me aseguraba, me daba fuerza. No sabría decir cómo, pero esa cercanía del Dios poderoso me acompañó a lo largo del tiempo de oración. No dejé de seguir sorprendiéndome ante unas olas que se estremecen. La fuerza incontrolable del mar se hace frágil. Se estremece. Con Dios ¿qué poder de este mundo podría hacerse temible? Todo esto lo fui viviendo a lo largo del tiempo de oración, como una forma singular de sentirme en su presencia. También el amor se hace fortaleza para el que ora advirtiendo esa noticia amorosa. No tenía que imaginar situaciones concretas, era mi vida entera la que se llenaba de la presencia poderosa de Dios. Y tal presencia vendría a manifestarse en los momentos que la necesitase.

F. Brändle