“Te vio el mar, oh Dios, te vio el mar y tembló, las olas se estremecieron” (Sal 76,17). Con estas palabras del salmo, que acabábamos de recitar en Laudes, quedé sorprendido en el tiempo de mi oración silenciosa. El mar, ancho y dilatado, inmenso que se impone al hombre en su pequeñez, tiembla ante Dios. No cabía en mi imaginación un mar tembloroso. Cambié de registro, no quise imaginar, sólo dejarme llevar de la grandeza de Dios, que hace temblar al mar. Pero al mismo tiempo su grandeza no me causaba temor, ni me hacía temblar. Su presencia me aseguraba, me daba fuerza. No sabría decir cómo, pero esa cercanía del Dios poderoso me acompañó a lo largo del tiempo de oración. No dejé de seguir sorprendiéndome ante unas olas que se estremecen. La fuerza incontrolable del mar se hace frágil. Se estremece. Con Dios ¿qué poder de este mundo podría hacerse temible? Todo esto lo fui viviendo a lo largo del tiempo de oración, como una forma singular de sentirme en su presencia. También el amor se hace fortaleza para el que ora advirtiendo esa noticia amorosa. No tenía que imaginar situaciones concretas, era mi vida entera la que se llenaba de la presencia poderosa de Dios. Y tal presencia vendría a manifestarse en los momentos que la necesitase.
F. Brändle