Él es mi roca

“Sólo Él es mi roca y mi salvación” (Sal 61,7). Me parecía fácil repetir con el salmista estas palabras durante mi oración silenciosa. Pronto me sorprendí cayendo en la cuenta de su hondura. Sí, había repetido muchas veces con Santa Teresa, “sólo Dios basta”. Y me parecía entenderla a ella descubriendo que sólo Dios saciaría mis deseos. Pero ahora se trataba de una postura más honda:  descubrir que no podría apoyarme en nada para sostener mi vida que no fuera Dios. En el silencio contemplativo me parecía entender que no era fácil llegar a vivirlo en plenitud. Que sólo con su gracia podría vivir en esa actitud, que al fin es la única que merece la pena. Cierto que para ello estaba Cristo, verdadera piedra angular, y con él todos los hombres, mis hermanos. Necesitaba, sin embargo, purificar ese apoyo desde la fe. Me parece que no es fácil dejar de tender a quedarte en los demás como apoyo, incluso Cristo, porque los descubres desde tus razones y emociones, y no porque forman esa nueva humanidad en la que Dios está presente para ser mi roca y mi salvación.  Acabé pidiendo al Señor que me concediera alcanzar en plenitud la verdad de esta afirmación del salmista.

F. Brändle

quedé desconcertado

Nebulosa Carina. Crédito: ESO / T. Preibisch

“Escondiste tu rostro y quedé desconcertado” (Sal 29,8). Al abrirme al sentido más hondo de estas palabras comencé a descubrir que el rostro que se escondía era el que yo le había puesto a Dios, su verdadero rostro nunca se esconde. Mi desconcierto nacía de que ya no podía yo ponerle a Dios los atributos a mi medida, tendría que dejarme sorprender por El. Me vinieron a la mente las palabras que escuché ante un cuadro con la representación de las obras de San Juan de la Cruz, y en concreto la representación del “Monte Carmelo” como un fondo de luz abismal, donde no había forma alguna, las palabras fueron: “Así es Dios, sin rostro”, claro está que no decía que no lo tenía, sino que así había que representarlo. Ese rostro escondido de Dios me llevaba a adentrarme en Él, a dejarme envolver por su presencia, y no quererle colocar enfrente. Así cesaron mis discursos y dejé que la paz y el sosiego inundaran mi mente, como el mejor de los desconciertos. Nunca con mi concertado entender habría alcanzado esa paz en Dios.

F. Brändle

es eterna su misericordia

Foto: Pepe Castro

“Dad gracias al Señor porque es bueno: porque es eterna su misericordia” (Sal 135,1). Con la ayuda de esta invitación a la acción de gracias, del salmo 135, el gran salmo pascual, me dispuse a vivir la oración silenciosa. Tengo claro que las palabras del salmo, cuando las elijo para mi oración, no me van a servir para meditar en alguna verdad, y sabía que lo mismo me iba a acontecer con este verso, a primera vista tan propicio para hacer una buena meditación. La presencia amorosa de Dios, que dejo me envuelva en estos momentos, no se concretó en una meditación sobre su bondad, sino en la conciencia de su ser bueno, algo que no alcanzaba a comprender, pero que se traducía en derramar sobre el mundo su misericordia entrañable. Solo descubriendo la misericordia entrañable en los acontecimientos del mundo llegaría a conocer al Dios bueno. Sentí que era una verdadera gracia de Dios llegar a vivirlo, y así se lo pedía. “Déjame conocer tu misericordia entrañable”. En esa súplica esperanzada transcurrió mi oración, que pronto sentí, había de extenderse a toda mi vida.

F. Brändle

Que el Señor cambie nuestra suerte

Agua en el desierto del Negev

“Que el Señor cambie nuestra suerte como los torrentes del Negueb” (Sal 125,4).  Con este versículo del salmo, tal y como se lee en la “Liturgia de las horas”, me adentré en la oración silenciosa. Le pedía al Señor que cambiara mi “suerte”, el sentido de mi vida, con una comparación que no tenía en mi imaginación, pues no había oído hablar de los torrentes del Negueb. Era el momento de la oración y no el de investigar con un comentario a qué hacía referencia. Pero seguí abriéndome al Señor con esa petición porque estaba cierto de que sería algo grande, más aún, al ir orando con este versículo fui intuyendo que lo que pedía al Señor es que al igual que un torrente que todo lo arrastra acaba siendo al final un río manso que riega los campos entregando generosamente el agua, mi vida se fuera haciendo fecunda. Me fui abandonando a este sentimiento y dejé que la petición se hiciera más honda. En las manos del Señor mi vida dejaría de ser un torrente de proyectos, deseos, anhelos marcados por mi pobre modo de ver las cosas y podría llegar a ser ese vivir entregado, que hace fecunda la vida de la humanidad. Sí, Señor, haz de mi vida un agua fecunda, que no destruye ni arrastra, sino que riega y da vida a su alrededor. La curiosidad me llevó después a saber por un comentario que torrentes eran estos y pude comprobar que se trataba de esos torrentes de la región sur, páramo desértico, que se hacen fecundos, como se esperaba que fuera la vida de los repatriados.  

F. Brändle