
“Levántate, Señor, ven a tu mansión” (Sal 131,8). No sé si sabré expresar lo que este verso me hizo vivir en la oración al repetirlo con paz. Me parecía estar diciéndole al Señor: No te canses, ¡ánimo!, ven a tu mansión, que es esta humanidad tan alejada de ti, tan ajena a tu presencia. Me ayudaba a vivir esta conciencia que se iba haciendo en mí, lo que había leído de Etty Hillesum: “Te ayudaré, Dios mío, a no apagarte en mí, pero no puedo garantizar nada de antemano. Con godo, veo algo cada vez con más claridad: no eres tú quien no puede ayudar, si no nosotros que te podemos ayudar, y haciéndolo, nos ayudamos a nosotros mismos”. Me llenaba de sentimientos de estar envuelto en el amor de Dios, el poderme acercar a Él de ese modo tan lleno de confianza. Sí, le podía animar con confianza a venir a su mansión: la humanidad, su esposa. ¿No era Emmanuel: El Dios con nosotros?. ¿No era el Dios al que San Juan de la Cruz canta en sus romances “In principio erat Verbum”? Cierto, las palabras del salmo me ayudaron a vivir esa presencia de Dios en medio de nosotros y a urgirme a ser testigo de ello, porque se lo había recordado lleno de confianza en mi oración.
F. Brändle