Levántate, Señor, ven a tu mansión

“Levántate, Señor, ven a tu mansión” (Sal 131,8). No sé si sabré expresar lo que este verso me hizo vivir en la oración al repetirlo con paz. Me parecía estar diciéndole al Señor: No te canses, ¡ánimo!, ven a tu mansión, que es esta humanidad tan alejada de ti, tan ajena a tu presencia. Me ayudaba a vivir esta conciencia que se iba haciendo en mí, lo que había leído de Etty Hillesum: “Te ayudaré, Dios mío, a no apagarte en mí, pero no puedo garantizar nada de antemano. Con godo, veo algo cada vez con más claridad: no eres tú quien no puede ayudar, si no nosotros que te podemos ayudar, y haciéndolo, nos ayudamos a nosotros mismos”. Me llenaba de sentimientos de estar envuelto en el amor de Dios, el poderme acercar a Él de ese modo tan lleno de confianza. Sí, le podía animar con confianza a venir a su mansión: la humanidad, su esposa. ¿No era Emmanuel: El Dios con nosotros?. ¿No era el Dios al que San Juan de la Cruz canta en sus romances “In principio erat Verbum”? Cierto, las palabras del salmo me ayudaron a vivir esa presencia de Dios en medio de nosotros y a urgirme a ser testigo de ello, porque se lo había recordado lleno de confianza en mi oración.

F. Brändle

El Señor lo guarda

“El Señor lo guarda…  para que sea dichoso en la tierra” (Sal 40,3). Me quedé saboreando en la oración la dicha que el Señor promete ya en la tierra. Me acordé inmediatamente de las bienaventuranzas. A la luz de este versículo fui entendiendo que el programa tan maravilloso que nos ofrecen no puede ser el fruto de nuestro esfuerzo, sino la consecuencia de ese cuidado amoroso con el que el Señor nos guarda. Entendí que es esa la fuente de la dicha en la tierra, la cercanía amorosa de Dios. Nuestra vida encarnada en este mundo la hemos de vivir en esta clave, sintiendo siempre, sean las circunstancias que sean, -las que se nos recuerdan en las bienaventuranzas-, esa alegría interior con la que el Señor guardándonos nos hace dichosos en la tierra. No es cuestión de plantearnos, a la luz de este versículo, si las tribulaciones nos traerán después el gozo. Hemos de ir entendiendo que en ese llegar a lo más hondo se puede vivir en esa doble dimensión: tribulación y gozo al mismo tiempo.

F. Brändle

El Señor es Justo

“El Señor es justo y ama la justicia” (Sal 10,7). Este verso del salmo, de los últimos es el que vino a mi memoria en el momento de iniciar la oración. Era de los últimos versos, cuando he podido volver a ver su contexto, he descubierto que era claramente un contexto veterotestamentario, y a mí el verso repetido en mi oración me abría las puertas a una visión totalmente evangélica de salvación. Así, se me fue descubriendo, porque al preguntarme cómo interpretar que Dios era justo, intuí que habría que repetir lo que dice San Juan en su carta acerca del amor. Dios es amor y hemos conocido el amor no en que nosotros le hayamos amado primero, sino en que Él nos amó. Dios es justo, lo sé porque él me ha mostrado como ser justo, con su actuación a través de su Hijo entregado por mí. Su entrega ha revelado el mayor acto de justicia, el que puede salvar a todos los hombres, porque el ama la justicia. Dios me salva y por lo mismo me declara justo no porque me libra de mis faltas y pecados, sino porque me abre las puertas de un modo nuevo de acercarme a él, que es según Pablo, la fe, pero que encierra toda una vida teologal que encierra la esperanza y la caridad. Vivir teologalmente es la consecuencia de haber descubierto al Dios justo, y conocido que ama la justicia, la salvación para los hombres. Cierto que después leyendo el salmo he podido constatar la evolución del antiguo al nuevo testamento, del Dios que se alcanza sin alcanzar por una justicia humana, y por lo mismo limitada, al Dios que es justo porque me salva. La consecuencia es clara, seré justo y mi conducta de cara a los demás será abrir este camino de la justicia a todos. Si Dios es justo nosotros hemos de serlo. Eso no se puede mostrar sino en mi conducta, que ya no busca la justificación por las obras sino por la entrega amorosa y llena de justicia a los demás.

F. Brändle

Tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo

Bautismo de Cristo, Joachim Patinir, c.1515 Kunsthistorisches Museum, Vienna

“Tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo” (Sal 44,8). Me llamaron la atención estas palabras del salmo, quise llevarlas a la oración, para que se me abriese su contenido más hondo. Cuando escribo estas letras lo estoy recordando en la víspera de la celebración del Bautismo del Señor, ungido por el Espíritu y he podido leer estas palabras de San Pedro Crisólogo: “Hoy el Espíritu Santo se cierne sobre las aguas en forma de paloma, para que, así como la paloma de Noé anunció el fin del diluvio, de la misma forma ésta fuera signo de que ha terminado el perpetuo naufragio del mundo. Pero a diferencia de aquélla, que sólo llevaba un ramo de olivo caduco, ésta derramará la enjundia completa del nuevo crisma en la cabeza del Autor de la nueva progenie, para que se cumpliese lo que dice el profeta: “por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros”.  Buscaba orando llegar a penetrar en esa alegría que habría de darme el aceite en el que Dios me ungiría, sólo me llenaba el saber que quién con su aceite me sanaba era el mismo Dios, y con ello me daba su salvación. Hoy con toda la iglesia lo celebro sabiendo que la humanidad entera ha sido ungida en Jesús con este aceite de júbilo, con este aceite de salvación.

F. Brändle