
“Padece un mal sin remedio, se acostó para no levantarse…” “Señor apiádate de mí, haz que pueda levantarme” (Sal 40,9.11). Aunque el salmista la coloca en la boca de los enemigos, al evocar estos versos en la oración me parece que no sólo podían aplicarse a los enemigos de fuera, sino a la propia condición en la que nos vemos inmersos, que a veces nos parece sin salida. La purificación que tales situaciones conllevan nos hace descubrir al Dios que puede levantarnos, no desde su fuerza y poder sino desde su cercanía. Se me fue abriendo el horizonte para ver en él la misericordia entrañable del Padre de nuestro Señor Jesucristo. Con este descubrimiento entendía mejor que las palabras tan aplastantes del verso primero encontraban salida en la piedad de Dios que puede levantarnos. Aunque no dejaba de sentir que no era desde fuera, solucionando el problema, sino desde mi interior renovado por la prueba. Repetir la primera frase ya no me resultaba deprimente, sino esperanzadora, porque en medio de la situación se hacía paso la luz de una experiencia de Dios cercano y alentador.
F. Brändle