Mis labios te alabarán jubilosos

“Mis labios te alabarán jubilosos” (Sal 62,6). Los versos de este salmo, que se reza en la liturgia con frecuencia, me habían servido en más de una ocasión para la oración. Repetirlos me ayudaba a quedarme en la presencia amorosa de Dios, pero no había reparado en este verso. Cuando decidí tomarlo, no podía decir que me encontraba en un momento especial de júbilo, pero entendí que toda mi vida debía vivirla en alegría. Desde ese fondo evangélico, de buena noticia, debería alabar a Dios. Y al ir repitiendo el verso vine también a dejar que fueran mis labios, mi boca, mi voluntad, la que se empeñara en ello. De la materialidad de unos labios que pronuncian unas palabras de júbilo, pasé a descubrir toda mi vida orientada por la capacidad de abrirme a Dios en una alabanza gozosa por el don de esa misma vida. Al repetir una y otra vez el verso todo lo que hago o puedo hacer, se veía envuelto en esa realidad gozosa de orientarlo al gozo de alabar a Dios.

F. Brändle

Te ofreceré un sacrificio de alabanza

“Te ofreceré un sacrificio de alabanza” (Sal 115,8). Los versículos de este salmo me han ayudado en mi oración en otras ocasiones, para saber que estaba en las manos de Dios, ahora el salmo me ofrecía en este versículo el modo de darle mi respuesta, y así decidí que repitiéndolo me ayudara en mi oración, y con atención amorosa venir a descubrir lo que con ello podría ofrecer. Se me hacía claro que yo al recitarlo  no podía pensar en una víctima que ofrecer al tiempo que cantaba mi alabanza, como pudieran hacer los judíos en el templo de Jerusalén. Sin embargo, al irme abriendo en mi oración, fui descubriendo que ese sacrificio era mi vida de seguimiento a Cristo, que también se traducía en esas alabanzas o bendiciones que aparecen en el evangelio dirigidas por Jesús al Padre, por revelar esas cosas a los pequeños, por concederle sus ruegos ante la tumba de Lázaro, para mover la fe de los presentes. Se me pedía que mi alabanza fuera por tanto bueno que Dios revela a los hombres, y que no se ver, ni apreciar, y por lo mismo no le alabo. Por tantos momentos en que le he podido pedir algo para bien de mis hermanos y me lo ha concedido porque he creído en su conversión. Todo me fue acercando al misterio de la Cruz, para descubrir ahí también un sacrificio de alabanza al Padre, que llevaba a término su obra, con su vida entregada. Entendí que mi vida ha de acabar también en el misterio de la cruz, donde podría ofrecer el verdadero sacrificio de alabanza, al Dios en el que confiaba y sostenía mi vida. F. Brändle

Por mis hermanos y compañeros

“Por mis hermanos y compañeros…. Te deseo todo bien” (Sal 121, 8-9)”. Quise unir estos dos versículos en esta frase y repetirla en mi oración. El salmo 121 que habíamos recitado y que se hace en muchas ocasiones en vísperas, me había ayudado a orar poniendo mi alegría en la Jerusalén que vendrá del cielo como nueva humanidad, y viviendo que eso habría de ser el colmo de mi alegría. Repitiendo ahora: Por mis hermanos y compañeros… te deseo todo bien, me vi rodeado de los que oraban conmigo, en silencio. Ellos eran mis hermanos y compañeros que vivían lo mismo que yo, abriéndose al amor de Dios. En ellos se hacía vivo todo el capítulo cuarto de las séptimas moradas de Santa Teresa de Jesús. Oraban, y su oración, la mía también, nos llevaría a ser en el mundo, verdaderos evangelizadores que abrieran la humanidad al Reino de Dios, y así se fraguase la nueva Jerusalén, culmen de la alegría de todo ser humano, en la que se haría realidad la plenitud de la vida: todo bien. En este día de Santa Teresa en que escribo estas líneas, se me hace viva su verdad: hemos sido creados para en Cristo hacer viva la salvación de todos. Nuestra vida se ha de entender así. Creados para ser salvación para el mundo. Hemos venido como Jesús, para la salvación del mundo. Mis hermanos y compañeros, los cercanos que oraban conmigo, y viven en mi comunidad, los cercanos que conozco y quiero, son el signo de esa nueva humanidad que vendrá cuando todos los hombres vivan en ella la plenitud de la vida que Dios nos regala. Inundado de esta viva esperanza viví mi oración.

F. Brändle

Las sendas del Señor son misericordia y lealtad

“Las sendas del Señor son misericordia y lealtad” (Sal 24,10). En un salmo tan bello como éste me quedé con este versículo para vivirlo en la oración. Al repetirlo una y otra vez me fui abriendo la conciencia a la presencia de Dios, que se hacía cercano, llegando a mí, no por elevados conceptos, o por grandes consideraciones sino por lo que revelaba mejor su realidad: la misericordia y la lealtad. Que Dios es misericordioso, no me era difícil descubrirlo, pero que Dios es leal, sabiendo que es así, no siempre lo he vivido en toda su grandeza. La lealtad de Dios va más allá de mi pobreza en la respuesta a su amor. Sentirle leal en su venir hasta mí, me llenaba de una seguridad que no me podían dar mis pobres fuerzas. El está siempre ahí a mi lado, a nuestro lado. Asegurándonos que así es como Él se revela, en su lealtad. La advertencia amorosa de Dios se hacía concreta y cercana. Podía confiar en Él.

F. Brändle

Alzaré la copa de la salvación

Jean Auguste Dominique Ingres. La Virgen ante el Santísimo Sacramento, 1841, Museo de Bellas Artes, Moscú.

“Alzaré la copa de la salvación” (Sal 115,7). Al iniciar la oración repitiendo este verso, se me abrieron los ojos del corazón para hacerme consciente de que lo que decía me hacía testigo de algo que me superaba. Desde mi pobre condición, me atrevía a alzar la copa ante el mundo entero para brindar por un hecho que desbordaba mis expectativas: La copa de la salvación era la copa que alzaba como testigo de esa gran verdad: la salvación, que mucho más allá de lo que pudiera imaginar, abarcaba todo. Como toda noticia llegada de la contemplación no era imaginable, venía envuelta en la noticia amorosa y general que se hace presencia de Dios. Desde esa presencia, las pequeñas realidades por las que pudiera alzar una copa, hacer un brindis, me parecían insignificantes. No se trataba de hacer comparaciones, era realmente eso: nada hay que pueda llevarme a alzar una copa, a hacer un brindis, que no sea la salvación que Dios nos ofrece. Toda ambición, deseo, se venía a serenar y acallar en la espera de esta realidad: la salvación, nacida del amor de Dios, y que alcanza a todos.

F. Brändle