
“Alzaré la copa de la salvación” (Sal 115,7). Al iniciar la oración repitiendo este verso, se me abrieron los ojos del corazón para hacerme consciente de que lo que decía me hacía testigo de algo que me superaba. Desde mi pobre condición, me atrevía a alzar la copa ante el mundo entero para brindar por un hecho que desbordaba mis expectativas: La copa de la salvación era la copa que alzaba como testigo de esa gran verdad: la salvación, que mucho más allá de lo que pudiera imaginar, abarcaba todo. Como toda noticia llegada de la contemplación no era imaginable, venía envuelta en la noticia amorosa y general que se hace presencia de Dios. Desde esa presencia, las pequeñas realidades por las que pudiera alzar una copa, hacer un brindis, me parecían insignificantes. No se trataba de hacer comparaciones, era realmente eso: nada hay que pueda llevarme a alzar una copa, a hacer un brindis, que no sea la salvación que Dios nos ofrece. Toda ambición, deseo, se venía a serenar y acallar en la espera de esta realidad: la salvación, nacida del amor de Dios, y que alcanza a todos.
F. Brändle