
“Por mis hermanos y compañeros…. Te deseo todo bien” (Sal 121, 8-9)”. Quise unir estos dos versículos en esta frase y repetirla en mi oración. El salmo 121 que habíamos recitado y que se hace en muchas ocasiones en vísperas, me había ayudado a orar poniendo mi alegría en la Jerusalén que vendrá del cielo como nueva humanidad, y viviendo que eso habría de ser el colmo de mi alegría. Repitiendo ahora: Por mis hermanos y compañeros… te deseo todo bien, me vi rodeado de los que oraban conmigo, en silencio. Ellos eran mis hermanos y compañeros que vivían lo mismo que yo, abriéndose al amor de Dios. En ellos se hacía vivo todo el capítulo cuarto de las séptimas moradas de Santa Teresa de Jesús. Oraban, y su oración, la mía también, nos llevaría a ser en el mundo, verdaderos evangelizadores que abrieran la humanidad al Reino de Dios, y así se fraguase la nueva Jerusalén, culmen de la alegría de todo ser humano, en la que se haría realidad la plenitud de la vida: todo bien. En este día de Santa Teresa en que escribo estas líneas, se me hace viva su verdad: hemos sido creados para en Cristo hacer viva la salvación de todos. Nuestra vida se ha de entender así. Creados para ser salvación para el mundo. Hemos venido como Jesús, para la salvación del mundo. Mis hermanos y compañeros, los cercanos que oraban conmigo, y viven en mi comunidad, los cercanos que conozco y quiero, son el signo de esa nueva humanidad que vendrá cuando todos los hombres vivan en ella la plenitud de la vida que Dios nos regala. Inundado de esta viva esperanza viví mi oración.
F. Brändle