¿Por qué habré de temer los días aciagos?

“¿Por qué habré de temer los días aciagos?” (Sal 48,) Al tomar este versículo para mi oración no me propuse hacer una meditación en torno a las causas que podrían hacerme temer los días aciagos, y tratar de disiparlas con mi reflexión. No sería una ayuda para vivir una oración silenciosa y contemplativa. Simplemente traté de dejarme alcanzar por lo que el Espíritu me dijera a través de esta frase, sin más. Con ello lo primero que me asaltó fue la impresión de que esos días aciagos, que podrían llegar en mi vida, dejaban de serlo si los vivía en esa dimensión abierta a Dios que estaba tratando de vivir en mi oración. Tendría que venir a vivir la gracia de esa presencia amorosa en medio de esas situaciones y dejarían de ser días aciagos que tendría que temer, para ser nuevas ocasiones de encuentro con Dios en mi vida. Dejarían de ser días aciagos, y por lo mismo no necesitaba respuesta a esa interrogante que planteaba el versículo del salmo, sino una nueva manera de acoger los acontecimientos de la vida. Con ello mi oración, que trato de que sea contemplativa, volvía a ser esa noticia general, oscura y amorosa que lejos de apartarme de la vida me daba luces para vivirla en dimensión teologal, creciendo en fe, esperanza y amor.

F. Brändle

No permitirá que resbale tu pie

“No permitirá que resbale tu pie” (Sal 120,3) Un versículo tan sencillo, me ayudó a dejar que mi oración se envolviera en este gesto de Dios, en apariencia tan sin relieve. No necesitaba reflexión, como siempre que me ayudo de un versículo. Trato de no hacerle objeto de consideración alguna, lo repito en la sencillez de su sentido. Sin embargo, siempre que así hago, en el discurrir de la oración, el versículo me va iluminando espacios de mi vida que no pensaba. En esta ocasión el no permitir Dios que se resbalara mi pie, me vino a descubrir que las caídas de las que Dios me salvaba eran las que yo ni siquiera podía sospechar. Me vino a la mente el pasaje evangélico de San Mateo 23,14-15, los fariseos andando de un lado a otro buscando prosélitos. Al final todo vano, porque al que encontraban lo hacían caer en su misma limitación. Sus pasos eran resbaladizos, y a los que ayudaban les vendrían a hacer caer. También yo podría recorrer muchos caminos en busca de fruto en mis tareas pastorales, y sólo Dios podría hacer que no me resbalase, es decir que aquellos a los que pudiera ayudar, lo fuera realmente y para nada se metiera interés alguno por mi parte. Esto sólo podía hacerlo Dios que mira para que mi pie no resbalase. Mi oración se hizo acción de gracias, y súplica porque siguiera no permitiendo que se resbalase mi pie.

F. Brändle

Pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe

“Pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe” (Sal 45,10). Nuestro momento histórico me hacía pensar que un versículo como éste me llevaría a vivir una oración de súplica envuelta en las guerras que actualmente nos alcanzan. Sin duda que en nuestras vísperas habíamos pedido como en otras muchas ocasiones por el cese de la guerra, no parece que llegue tan pronto. Me podría preguntar ¿por qué?, y con ello   envolverme en un montón de razonamientos que a nada me llevarían. No obstante, decidí que este verso fuera el que me ayudara en mi oración contemplativa, que, por supuesto, no me podría alejar del dolor de los hombres. Se me fue haciendo luz. No era la que yo imaginaba, porque intuí que Dios no podría destruir a los enemigos por un golpe de fuerza. Al mismo tiempo, caí en la cuenta que lo que estaba sucediendo, Dios, -que es todo Amor-, lo iría ordenando para sacar bien de todo ello. Tal visión no me venía de noticias, que aquí apenas llegan, sino de la confianza en que ha de ser así, si creo en el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo. “Hasta el extremo del orbe” era la clave para proyectar mi certeza en el fin de la guerra dentro de un marco mucho más amplio que cualquiera de los intereses humanos que se proyectan en acabar una guerra. Asumiría el sufrimiento de los inocentes, no como una expiación, sino como un gesto de entrega amorosa, vivida aún en la inocencia, y en la inconsciencia, al lado de la de Jesús en la cruz. Abriría caminos para una mayor colaboración entre todos, superando pactos egoístas. Todo ello me parecía poder esperarlo si me abría a la presencia amorosa de Dios en el mundo.

F.Brändle

El Señor te guarda a su sombra

“El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha” (Sal 120,5). Al repetir este verso como apoyo para vivir mi momento de oración silenciosa me fui abriendo poco a poco a una presencia de Dios, hecha luz. En mi resonaban las palabras de San Juan de la Cruz: “la sombra de una luz será otra luz al talle de aquella luz” (Llama B 3,13). El verso del salmo me llevaba a entender que lo que a primera vista era una simple custodia: Dios que me guardaba para que nada me hiciera daño, venía a convertirse en proyectar en mi vida aquella luz en la que todo se descubría y entendía desde su providencia amorosa. La luz de Dios lo llenaba todo, y el culmen de ello era que su cuidado para conmigo en todo lo que su providencia ordenaba lo hacía porque estaba a mi derecha. Es decir, que me colocaba en el centro, como el soberano al que Dios mismo servía. Y de nuevo las palabras de San Juan de la Cruz resonaban en mí oración, y se hacían vida: “Y como Dios sea la suma humildad, con suma bondad y con suma estimación te ama, e igualándote consigo… con este su rostro lleno de gracias y diciéndote en esta unión suya: ..yo soy tuyo y para ti y gusto de ser tal cual soy por ser tuyo y para darme a ti” (Llama 3,6).

F Brändle