
“Los hombres son unos mentirosos” (Sal 115,2). Decidí quedarme con este verso para vivir mi oración, pese a su negatividad. En mi interior tenía la convicción de que no podía separarme de la presencia amorosa de Dios el juicio emitido por el salmista. También tenía muy cierto que en mi oración el versículo me llevaría a una visión más honda de mi fe en el amor de Dios y en su presencia amorosa. Y así pude comprobarlo al irse abriendo mi conciencia a la clara intuición de que los hombres, con toda su bondad, su verdad, no podrían ser nunca el fundamento último de mi razón de ser y vivir. Ninguna doctrina, ningún movimiento o partido, podrían iluminar el sentido de mi vida. En ese sentido podría decir los hombres son unos mentirosos. No emitía con ello un juicio moral, sino una experiencia de vida, que me remitía a Dios que en Jesús contemplaba como Verdad que da sentido a mi vida. En la misma medida podía decir que en Cristo todos los hombres son verdaderos. Se me afianzó la fe en los hombres contemplados en Cristo. Mi esperanza me llevaba a una comunión mayor con todos, sabiendo que llegará a ser verdad, no el lamento del salmista: ¡Qué desgraciado soy!, sino la alegría de Pablo: “en Cristo todos volverán a la vida” (1Cor 15,22)
F. Brändle