
“Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec” (Sal 109,4). Era el jueves en que la iglesia celebra la fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno sacerdote. Me pareció que este verso me ayudaría a vivir mi oración silenciosa unido a la celebración de la Iglesia. No llevaba ninguna pretensión. Quería vivir el misterio. Pronto en mi oración se me hizo viva la experiencia de un Sacerdote capaz de ponerme en relación única con Dios. Jesús era el Sumo sacerdote. Su mediación no me exigía llevar ofrendas para el sacrificio, él mismo era la víctima que se ofrecía y que yo debía llevar. Se hacía verdadera víctima porque se adecuaba al proyecto de Dios. Su vida encarnada y abierta a vivir desde la voluntad de Dios era la víctima que podía poner en perfecta relación mi condición humana con la condición divina. Dios acogía mi víctima, con la que podía identificarme, para hacerla mía. Poco a poco se iluminó mi vida para verla también asumida por el proyecto de Dios. El Sumo Sacerdote lo era simbólicamente en esa dimensión de eternidad que Dios había pensado para la humanidad concebida como proyecto de paz y justicia, reflejadas en el rito de Melquisedec. El ritual que se llevaba a cabo en la vida de Jesús, se expresaba como gesto último de justicia misericordiosa en el rito de la pasión y muerte de Cruz. Este era el camino para el verdadero sacerdocio, que la iglesia ha ido descubriendo y encarnando en su historia a través de los sacramentos. F. Brändle