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seas. Espero poder ofrecerte una reflexión sencilla, con la que compartir el
silencio creador de este valle de Las Batuecas.
Uno de los salmos más recitados y
conocidos es el que habla del destierro de Babilonia: “Al ir iban llorando,
llevando las semillas”, al volver vienen cantando trayendo las gavillas” (Sal 125,5);
pero yo me preguntaba, después de haberlo recitado al comenzar la oración
silenciosa que solemos tener después de Vísperas en nuestro monasterio: ¿a
dónde voy yo llorando, llevando semilla?.
Se me encendió de nuevo una luz con la que dar vida al
salmo, vengo llorando, trayendo mi semilla a este momento orante, para que en
el campo que es la vivencia de Dios en mi vida se vaya transformando en gavilla frondosa, que de traer cantando a mi
propia vida, porque eso es lo que ha de ser mi vida cuando, desde el trato con
Dios cercano, y amigo, que debe ser mi oración, se vea fecunda y llena de amor.
Nuestro destierro es una vida en medio de las vanidades del
propio yo, de la autosatisfacción, de la autosuficiencia, que necesita ser
cambiada por nuestro Dios, el de nuestro Señor Jesucristo, que cambió la suerte
de Sión.
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Siempre he leído con asombro y
devoción el salmo 138. “Señor, Tú me sondeas y me conoces”. Pero en esta
ocasión que quiero evocar aquí, el salmo se me volvió mucho más luminoso. Si es
verdad que se hace alusión al ser tejido en el seno materno, me parecía que era
algo grandioso, pero que reducía mi persona, si no me abría a un significado
mayor, a un buen organismo, lleno de complejidad, pero sin esa dimensión
abierta a una realización más allá de la meramente biológica.
Había ya escuchado, y admirado, el sentir a Dios como un
seno materno donde ya no mi organismo, sino todo mi ser se iba formando, ahora
leyendo el salmo se me confirmó lo intuido. Sí, el conoce mis pensamientos,
pero lo que es más, distingue “mi camino y mi descanso”. Creo comprender bien,
si en estas palabras descubro que Dios sabe de mi caminar en este mundo, pero
sabe también a donde me conduce, a ese descanso, que es la plenitud de mi vida.
Algo que yo tengo que poner en Él.
Ese saber de Dios, ese tejerme en su seno, lejos de hacerme
inhábil, incapaz, me hace totalmente disponible a su proyecto, sentirme seguro
de que mi vida está llena de sentido, aunque a mí no siempre me es dado y fácil
el descubrirlo, sólo la confianza de que Él distingue mi camino y mi descanso
me hace vivir en paz.
El Carmelo Descalzo es un gran deudor de san José, ya nos es conocida la devoción que tenía
Teresa por este gran santo. No era una devoción más, como tantas que había en la cristiandad,
sino una experiencia entrañable de amparo; escribe ella de san
José: “No me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de
hacer”. Pero, también es una experiencia de reciprocidad mutua de amor. Si san
José ofrece su patrocinio a la nueva familia
iniciada por santa Teresa. Ella, por su parte, impulsa como nadie en la
historia de la Iglesia la devoción a este santo.
Para adentrarnos
más aún
en esta espiritualidad josefina me gustaría comentar tres aspectos de la
vida de san
José: la oscuridad de la fe; el silencio
obediente y la vida oculta en Nazaret.
Si por algunos momentos
nos colocásemos en el lugar de José, muy pronto percibiríamos lo marcada
por la fe que estuvo su vida. Una fe más radical incluso que la de la Virgen
María, pues ella verificaba en su propio cuerpo el desarrollo del misterioso
proyecto de Dios. José no tenía “otra luz y guía sino la que en el corazón
ardía”, que es la luz de la fe. Es una fe total, que no duda ni vacila. Que
se apresura a hacer lo que Dios le pide. José no se vuelve atrás, no pone
condiciones. Las Sagradas Escrituras definen a José como un hombre justo,
quiere decir, ajustado al proyecto de Dios. No hay contradicción entre aquello
que pide Dios y lo que está en su corazón. Custodiar a la Virgen María y al Niño
Jesús es lo que él más quiere. José nos enseña a caminar por los senderos de la
vida animados por la “pura fe”.
El segundo aspecto de la vida de José es la
dimensión del silencio. Las Escrituras Sagradas no hacen memoria de una sola
palabra que haya salido de su boca. ¡Completo silencio! Pero, no es un silencio
cualquiera,
no es un silencio temeroso ni vacío, sino un silencio obediente. Es el silencio
de quien escucha y obedece. En todo José hace lo que Dios le pide. El verdadero
contemplativo es aquel que en su silencio está siempre dispuesto para hacer la
voluntad de Dios. Un silencio que nos hace disponibles para el servicio, esto
es lo que José nos enseña.
El tercer aspecto es la vida oculta en
Nazaret. Dios que había escogido la suma pobreza para realizar el misterio de
la encarnación, no quiso privarse del amor de María y de José. Aquel que a todo
había renunciado, no ha querido dejar de experimentar el cariño de un padre y
de una madre. ¡Este es el misterio de la Sagrada Familia! Esta es la vida
oculta de Nazaret, una familia cimentada en el amor.
Llena nuestros corazones de ternura pensar que María y José no solo fueron los
primeros en amar a Jesús, sino que fueron los primeros en
recibir la ternura de Dios hecho hombre.
Cuántas miradas, cuánta ternura, cuánto amor en esta relación filial. José, en su limitación humana reproducía, aunque imperfectamente, como una sombra, el amor del Padre Celeste. Por eso, es también ejemplo para todos los padres. Por eso, también nosotros nos confiamos a sus cuidados paternos.
El tiempo de Cuaresma es un tiempo propicio para la
conversión o sea, ¡es tiempo de volver a Dios! Pidamos a Santa Teresa que nos
ayude en esta tarea.
¿Qué conversión nos enseña Santa Teresa?
Primero, me parece, que podemos hablar de una conversión que nos hace poner la
mirada en Cristo. Es, al mismo tiempo, una invitación a la centralidad de
Cristo y a no distraernos de lo esencial. Con mucha facilidad nuestra mirada o
se vuelve a nosotros mismos o se vuelve a los demás. Pero, no en el sentido
bueno de la caridad, sino juzgando o mirando con envidia, rencor, codicia… Si
quitamos nuestra mirada del Maestro dejamos que se adentre en nuestra mente y
corazón la oscuridad que ciega nuestros pasos. La conversión de Santa Teresa es
una conversión a Cristo, a mirarle a Él, como único bien de su alma.
Segundo, la conversión que nos enseña Santa Teresa es una conversión que nos
hace ser solidarios con Cristo, que llena nuestro corazón de disponibilidad
para compartir con Él sus sufrimientos y cargar su cruz. Es una conversión que
nos hace acoger la voluntad de Dios en nuestras vidas. Es también la conversión
que nos permite contemplar el rostro sufriente de Cristo en nuestros hermanos
que como dice el Papa, están en las “periferias de la existencia”.
Tercero, creo que podemos hablar de la dimensión eclesial y hasta humanitaria
de la conversión teresiana. Si han pasado cinco siglos del nacimiento de Teresa
de Ahumada y aún estamos beneficiándonos de su conversión. Quisiéramos que
también nuestra vida fuera un poquito de esta luz que irradia en Teresa.
Quisiéramos que aproveche a los demás todo lo que hemos recibido de Dios.
Pero, no queremos terminar esta meditación sobre la conversión de Santa Teresa sinpreguntarle cuál es el secreto de este hecho afortunado. En el Libro de su Vida,hablando de esta conversión escribe: “porque estaba ya muy desconfiada de mí y poníatoda mi confianza en Dios”. La conversión acontece cuando ponemos toda nuestraconfianza en Dios, este es el secreto
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Sigo compartiendo lo mucho que para
la oración me ayuda alguna frase de un salmo. Se constituye en ese canon que
repetido me mantiene en atención amorosa, que me abre a esa noticia,
comunicación de Dios, general y oscura, pero llena de la vida de Amor que es
Dios. Oraba el salmista por el rey, suplicando a Dios que se acordara de sus
ofrendas y le agradaran sus sacrificios (Cfr. Sal 19), me lo quise aplicar a mi
vida, y no encontraba modo de encajarlo. Me parecía presuntuoso presumir de
poder ofrecer algo a Dios, o presentarle sacrificios de su agrado. Por un
momento prensé que poco me iba a ayudar ese canon, hasta que vino a mi memoria
la experiencia de Teresa del Niño Jesús, ¿qué sacrificios podríamos hacer?, ¿qué
ofrendas ofrecer a un Dios que se presente como exigencia para el hombre? Ninguno
le bastaría.
Pero la ofrenda al amor misericordioso, sin dar más vuelta, es la que siempre podemos hacer, que exige el sacrificio de una vida, vivida en amor como respuesta. Se me hizo la luz, y pude vivir mi oración envuelto en ese amor misericordioso al que poder ofrecerle una vida que quiere traducirse en experiencia de amor entregado. Entregado en la cotidianeidad de actos muy sencillos, los que me ofrece el quehacer de cada día, o entregado en la aceptación de lo que se me va dando a través de quienes me rodean, sea del signo que sea, agradable o penoso.
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Nadie duda de que los salmos en la
tradición bíblica son una fuente de conocimiento para quien los lee y medita,
pero son aún más una visión de la realidad que sobrepasa la mera lectura y
reflexión, cuando uno los trata de leer como camino abierto a la presencia de
Dios. Y así me sucedió que me quedé sorprendido al leer en el salmo 112 (la
numeración responde a la litúrgica y ésta a la Vulgata):”El Señor se eleva
sobre todos los pueblos, su gloria sobre los cielos”.
Me parecía intuir que tenía un significado más grande que
lo que sería la materialidad de su sentido. Un Dios que parece alejarse de la
tierra e incluso del cielo, que no podremos imaginarlo, ni alcanzarlo se me
hacía cuesta arriba. Esa sublimidad no me permitía amarlo con todo el corazón,
se me hacía lejano, sí, sé que no puede caber en conceptos y formas humanas,
pero que Él se eleve y parezca huir de la tierra, no me cabía en la dinámica
del amor en la que quería encontrar a Dios.
Hasta que se me vino a mostrar que el Señor se eleva sobre
los pueblos, porque ningún pueblo forjado desde la riqueza, el poder, puede
tener a Dios como centro, sí el pueblo que Él se prepara, levantando al pobre
del polvo, alzándolo de la basura, y creando ese pueblo de príncipes que
constituyen la humanidad nueva, donde él se eleva sobre todos los pueblos. La
luz ya no es la mera razón que se convierte para muchos en su cielo, sino que
está sobre ella, esa gloria, luz divina, que alumbra la nueva humanidad y que
brota de Dios, cuya gloria está sobre los cielos.
Acaba de aparecer la 2ª edición de Batuecas. Tierra mítica y “Desierto” carmelitano,Burgos. Grupo FONTE – Editorial de Espiritualidde, 2018, 240 pp. Como el lugar ha sido declarado oficialmente como «Parque natural» y la vida eremítica que allí se profesó y los restos del antiguo monasterio carmelitano como «Bien de interés cultural e histórico» por las Cortes de Castilla y León, presento, como autor,la obra para que los lectores conozcan este hermoso paraje natural, un profundo valle rodeado de montañas, frontera entre Castilla y Extremadura y al que se llega desde el típico pueblo serrano de La Alberca (Salamanca). Los bienes naturales y culturales, con reconocimiento oficial o sin él, merecen ser conocidos por todos los ciudadanos.
En
el libro encontrará el lector las leyendas o mitos surgidos en este apartado y
misterioso lugar desde que Lope de Vega situó en él una de sus comedias: Las Bauecas del Duque de Alba. Lope supuso
que allí habitaban gentes primitivas, de culturas ancestrales: romanos, celtas,
godos, desconocedoras de que fuera del valle existían otras gentes. Mitos y
leyendas que fueron desmontados por los críticos de la Ilustración. Aprovechando
este montaje escénico, el genio de Lope expone una tesis de filosofía política
y religiosa muy interesante.
Después,
se proponen los capítulos de la historia propiamente dicha del monasterio escrita
con sentido crítico y bien fundada en documentos del archivo conventual y en la
escasa bibliografía existente y, también, con un cierto sentimiento emocional.
Comenzó la fundación el año 1599, pero todas las dependencias monásticas se
fueron completando poco a poco y la cerca externa de unos 6 km. de extensión
concluyó en el siglo XVIII. Después de la “desamortización” del 1836, el
“Desierto” pasó de mano en mano hasta que una comunidad de frailes carmelitas
descalzos de Castilla renovó la antigua vida eremítica en 1950.
En
el libro se cuenta cómo fueron surgiendo las dependencias monásticas: la iglesia,
las ermitas que la rodeaban como acogiéndola en su seno; los lugares comunes
para el vivir cotidiano: el comedor, la despensa, la bodega; los talleres para
los trabajos artesanales, especialmente la elaboración del corcho que sacaban
de los alcornoques; el molino aceitunero, el cultivo de las colmenas; los
aperos y las bestias de carga para la labranza de los campos; la biblioteca conventual
bien nutrida de libros de ciencias muy variadas; y otras mil historias de los
frailes ermitaños.
Esta
es la historia; pero, al entrar en contacto con ella, es posible que al lector le
sugiera el deseo de una visita apresurada o, mejor todavía, de permanecer unos
días en este paraíso terrenal. Aunque fue en su origen un monasterio de
carmelitas descalzos de rigurosa clausura, hoy, por la escasez de vocaciones eremitas,
se ha abierto a todas las personas que quieran compartir con la pequeña
comunidad residual la vida de soledad, de silencio, de ascesis y la oración personal y la liturgia de cada día. En
el “Apéndice” de la obra, se reseña la restauración de las viejas estructuras
arquitectónicas para acoger a huéspedes y los diversos grupos y movimientos que
temporalmente acuden para participar en los actos de la comunidad y gozar del
silencio y la soledad que les ofrece el lugar.
Y,
en los tiempos libres de los actos comunes, que son muchos, los huéspedes pueden
perderse, laderas arriba, en el bosque de pinos, castaños, alcornoques, encinas,
robles, abetos, cipreses y matorrales para mejor sentir y vivir la “soledad sonora”, la “música callada” de los
ríos y regatos, el canto de las aves, el lento sonar de las campanas a lo lejos,
o el viento que se filtra entre los árboles del “bosque y la espesura”, como describe
san Juan de la Cruz en el Cántico
Espiritual. Te puedo contar, querido lector, mi propia experiencia: a
veces, mientras escribía las páginas del libro y otros textos de espiritualidad
en mi celda conventual, viví cercana la tormenta de aguas torrenciales que
desbordaban el cauce del río Batuecas con acompañamiento de truenos, relámpagos
y rayos cercanos. Pero pronto volvía la calma en el valle que serena el alma y en
ese clima fluían las ideas y los sentimientos para ser trasladados al papel.
Si haces esta o parecidas experiencias, te sentirás
aliviado en los cansancios y el trajín de cada día que has traído al monasterio;
te olvidarás del trabajo que impone la necesidad de ganarte el pan de cada día;
descubrirás que algunas cosas consideradas por ti como “necesarias” son un
espejismo fantasmal que ha impuesto la civilización del primer mundo; aprenderás
a usarlas con moderación porque son, a tiempos, “innecesarias” y prescindibles.
Y cuando vuelvas a la rutina diaria, notarás que has llenado el alma de nuevas
energías espirituales.
Si
eres creyente en un Dios Creador, dedicarás un tiempo a la “contemplación” de
tantas bellezas naturales que confirmarán tu fe; gozarás de los momentos de la
soledad y el silencio que te ofrece el lugar, de la oración personal y
comunitaria compartida, de la sobriedad de una vida sencilla en el comer y el
beber; no echarás en falta los inventos modernos que te distraen y roban tu
libertad. Posiblemente te asombrarás -si consideras la vida de los antiguos
ermitaños- de su vida de oración y de ascesis impuesta en una legislación
propia de los “Desiertos” del Carmelo Teresiano. Y, espero, que no dejará de
admirar la vida de los frailes batuecos que vivían en las ermitas diseminadas
en los montes que rodean al monasterio; y de algunos pocos ermitaños
“perpetuos”, encerrados de por vida en aquel apartado lugar.
Si
eres ateo o agnóstico, piensa en un hecho singular: que cientos de frailes
abandonaron todo, sacrificaron su presente y su futuro a veces brillante, para
seguir una vida de ermitaños; piensa también que la vida monástica es cultura, que
ha tejido una historia que merece ser conocida y apreciada. Las órdenes
eremíticas buscaron lugares apartados convirtiendo en vergeles lugares
inhóspitos; construyeron abadías, iglesias, talleres de artesanía, roturaron
los campos, crearon una civilización propia. Los restos arquitectónicos del “Desierto”
de Las Batuecas, parcialmente
reconstruidos, son un testimonio elocuente.
Invito al lector a entrar en esta historia escrita para concederse después unos días de retiro mental y espiritual en uno de los parajes más bellos y desconocidos de Castilla la Vieja.
Un rasgo característico de la espiritualidad
carmelitana es la vivencia de la presencia de Dios. Las Sagradas Escrituras
presentan el Profeta Elías como el hombre
de Dios, que vive en su presencia (Cf. 1Re17,1). Elías se siente enviado por Dios para anunciar el castigo de
la sequía, consecuencia de la infidelidad de Israel a la Alianza. En el Monte
Horeb, experimentará a Dios de forma nueva, no como un huracán o terremoto o
fuego devastador sino como el susurro de una brisa suave (Cf. 1Re19,11-12). La
presencia de Dios se capta en el silencio, en lo pequeño, en lo sencillo.
En la vida de Santa Teresa, vemos una progresiva
toma de conciencia de la presencia de Dios en su vida espiritual hasta llegar a
la experiencia de la inhabitación trinitaria. Abundan los textos teresianos que
narran el desarrollo de su experiencia. Ya en la cumbre de su vida mística
escribe: “Parecióme se me representó como
cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua. Así me parecía mi alma que
se henchía de aquella divinidad y por cierta manera gozaba en sí y tenía las
tres Personas” (CC 15).
La misma dimensión
trinitaria encontramos en la espiritualidad de Santa Isabel de la Trinidad. Si somos templos de Dios y la Trinidad habita en
nosotros, entonces, en este profundo centro, debemos estar y ahí contemplar el
amor trinitario y ser envueltos por ello. Su vocación será ser una alabanza de
gloria al Dios Uno y Trino presente en el centro del alma.
En San Juan de la Cruz, la presencia de Dios es el
anhelo más profundo de la persona que se encuentra herida de amor por Él. Esta herida de amor se cura sólo con la
presencia del Amado. El Amado está dentro del alma, en su centro, en las
entrañas. Cuando uno descubre esta presencia en lo más hondo de su ser entonces
goza de gran paz y alegría.
La espiritualidad de la presencia de Dios nos ayuda a llenar nuestra vida de paz y atención amorosa al Amado.
Ser consciente de las propias debilidades no ha de
frenar nuestra búsqueda de Dios. Si de una parte encontramos en nuestros santos
el anhelo por las alturas, por lo más hondo, de otra, no les falta la
consciencia de su debilidad e impotencia. Es en la conjunción de estas dos
verdades existenciales (nuestra finitud y nuestro deseo de eternidad) que se
devela una realidad que nos transciende. ¡Es Dios que nos santifica con su
gracia! Él viene al encuentro de todos aquellos que le buscan con corazón
sincero. La certeza de que es Dios quien eleva el alma, San Juan de la Cruz lo
ha dejado recogido en sus versos de la oración de alma enamorada: “¿Quién se podrá librar de los modos y
términos bajos si no le levantas tú a ti en pureza de amor, Dios mío? ¿Cómo se
levantará a ti el hombre engendrado y criado en bajezas, si no le levantas tú,
Señor, con la mano que le hiciste? ”.
Del mismo modo, Teresita fundamenta su camino en
esta certeza interior. Llamará esta experiencia de fe de ascensor divino. Escribe: “El
ascensor, que ha de elevarme hasta el cielo, son tus brazos, ¡oh, Jesús!”.
Y añade las consecuencias de este principio en la vida cotidiana: “por eso no tengo necesidad de crecer; al
contrario, debo seguir siendo pequeña, serlo cada vez más” (MC 271). La
imagen que las palabras de Teresita evocan es bella: un niño, débil, pequeño,
totalmente incapaz de llegar donde quiere, pero como tiene el afecto de su
padre, vuelve a él su mirada. Entonces, el padre, compadecido de su frágil
criatura se abaja, lo toma en sus brazos y lo eleva hasta su corazón.
San Juan de la Cruz profundizó mejor las
características de esta búsqueda. Es la búsqueda de alguien que se ve herido de
amor. Solamente con esta “inflamación de
amor”, el alma se pone a camino. El amor es el combustible, sin ello no hay
disposición para emprender esta jornada.
La noche oscura por la cual pasará el alma le servirá para purificar su
forma de amar. Cuanto más libre sea una persona, más podrá amar a Dios en
plenitud.
La santidad en el Carmelo es esta búsqueda de experimentar y corresponder al amor de Dios. Búsqueda que pone a la persona en camino, un verdadero éxodo, pues tiene que salir de sus gustos personales y acoger la voluntad de Dios como algo suyo. En ese camino se encontrará con sus limitaciones y su pequeñez. Pero, esto no le impedirá seguir su senda, basta que confíe en Dios y ponga en él la certeza de éxito en su tarea. Dios es la fuente de santidad y es Él que nos santifica.
Es algo genial que Santa Teresa, gran maestra de
la vida interior, al escribir sobre los caminos del espíritu afirma: “No es mi intención ni pensamiento que será
tan acertado lo que yo dijere aquí, que se tenga por regla infalible, que sería
desatino en cosas tan dificultosas. Como hay muchos caminos en este camino del
espíritu, podrá ser acierte a decir de alguno de ellos algún punto” (F 5,1). Es
una palabra de humildad, pero de gran sabiduría también. Ella no toma su
experiencia como absoluta, sabe que está delante de algo que nuestros conceptos
y consideraciones no pueden abarcar. Su palabra es mucho más un testimonio que una teoría sobre la
relación entre Dios y el hombre.
Con este principio básico pone de relieve un dato muy importante para quien desea recorrer un auténtico camino espiritual: “hay muchos caminos en este camino del espíritu”. Esto es muy nítido cuando miramos a los santos del Carmelo. Aunque se perciba algunos elementos comunes, el proceso de santidad ha llevado a nuestros santos por sendas diversas. La santidad es un proceso personal, que se construye en la relación con Dios y con el prójimo. Proceso evoca camino, un camino que ha de ser trillado. No está hecho, ¡hay muchasformas de hacerlo! En esto está la riqueza y la belleza de la vida espiritual.
Nuestro padre Juan de la Cruz en su dibujo del Monte ha puesto en la cumbre: “Ya por aquí no hay camino porque para el justo no hay ley; él para sí es ley”. Quiere decir que el camino de santidad no es dado de fuera. No es por medio de la imitación de algunos actos o prácticas, aunque meritorias, que llegaremos a la santidad, sino por la relación con Dios que va alumbrando nuestros pasos con su Palabra e indicando su voluntad para nuestra vida. El santo no se mueve por sus gustos personales, ni procura satisfacer el deseo delos demás, sino que se deja guiar por esta luzy guía que arde en el corazón, que es la voz del esposo Cristo.
El silencio del corazón te
permitirá intuir los senderos que Dios ha elegido para ti. No tengas miedo de trillar por nuevos caminos, si es el Espíritu quien
te conduce. ¡Déjate conducir por Dios!