
En este Desierto entramos en una nueva noche con su belleza habitual acompañados de la presencia.
Ya no digo entramos en su presencia, porque aquí podemos decir que más bien permanecemos de manera continua junto a la presencia en esa morada central, en la morada del amor en la que se goza de la presencia.
Durante esta estancia, tomamos la determinación de que las cenas sean más frugales o inexistentes, para que ayudados de un cierto ayuno el cuerpo se encuentre en una disposición mejor para su recibimiento.
Tenemos que dar las gracias al Padre por tenernos reservados estos momentos.
La oscuridad aquí en la noche del desierto es completa, el silencio es completo, la presencia de Dios también es completa, la paz profunda, la gratitud al Padre también tiene que ser total porque sólo él nos puede conceder esta unión con esa presencia, que bien sabemos de quien se trata.
Esta paz que penetra por el cuerpo, se propaga por los músculos, invade a la persona completamente y nos dispone para escuchar mejor las vibraciones de Dios.
¿Cómo definir sino como de belleza a este encuentro con Dios?
Durante la estancia en la celda, la degustación de algo inexplicable, ese calor que el Padre nos sigue enviando, esta llama continua que se mantiene mediante un cierto esfuerzo ascético…, y mediante la oración incesante…,
“El fuego puede ser encendido en el corazón por el esfuerzo ascético, pero este esfuerzo no inflama tan fácilmente el corazón… Este medio parece simple y fácil, pero de hecho no se llega a término sin dificultad. El atajo para llegar a nuestro objetivo es la oración interior que dirigimos con todo nuestro corazón a nuestro Señor y Salvador” (1)
Decidimos subir a la ermita de san Antonio cuando la oración incesante ya se ha apoderado de nosotros…,
¡Y era de esperar!, puede llegar; la entrada en otro tipo de oración con un componente también doloroso, vuelta a morder el polvo, vuelta a conocer la otra cara de la oración.
Es el dolor de nuestra fragilidad ante Dios: “yo he pecado siendo hombre”, y es el dolor de la visión de Dios: “tú, en cambio, perdóname siendo Dios”.
Al morder el polvo surge la petición: ¡Tú, en cambio, perdóname siendo Dios!… ¡Tú, en cambio, perdóname siendo Dios!… ¡Tú, en cambio, perdóname siendo Dios!…,
Todavía llevamos pocos años gritándolo.
“Se cuenta de uno de nuestros padres que durante cuarenta años su oración consistió en estas únicas palabras: «Yo he pecado siendo hombre; tú, en cambio, perdóname, pues eres Dios». Los padres y hermanos le oían repetir esta frase que él pronunciaba con sufrimiento y llorando; y no cesaba de orar así. Y esta única oración fue su liturgia, noche y día.” (2)
Y al mirar la cruz a la que subiste, al conocer la cruz que también tienes para mí ya que soy seguidor tuyo, comprendo que tú perdón es un asunto tuyo y mío, un asunto solo nuestro, y por eso esta celda aunque es soledad es soledad contigo.
El dolor, el dolor de la cruz, es un asunto que también es tuyo y mío, es dolor nuestro, y sin embargo, el amor que sale de ese dolor y que engendra vida, aunque es tuyo, es algo que nos regalas para nosotros, para los que nos rodean.
Aun así, siempre habrá algo que será sólo entre tú y yo, por eso el amor a la celda, y la vuelta a ese mantra: “Yo he pecado cómo hombre; tú, en cambio, perdóname siendo Dios”…,
Y aquí en la celda, el recuerdo de las mañanas en la ciudad, en su actividad cotidiana uniéndose a esos sabios consejos…,
“En el momento en que se despierten a la mañana, pongan cuidado en recogerse interiormente y en despertar en ustedes una sensación de calor. Consideren este calor como una condición normal. En el momento en que cese, pueden tener la seguridad de que su interior no está más en orden. Cuando desde la mañana, despertaron en ustedes ese calor y se establecieron en el recogimiento, deben cumplir con todos sus otros deberes de tal manera que no destruyan este orden interior, y cuando tienen la elección, hagan lo que por naturaleza pueda favorecerlo. No hagan jamás algo que pueda destruirlo, sería actuar como si ustedes fueran su propio enemigo. Simplemente tomen como un deber el recogimiento y el calor interior, manteniéndose en pensamiento ante Dios. Esta atención por sí sola les revelará lo que deben hacer y lo que deben evitar.” (1)
Y en la soledad de la celda, llega esa gracia que es evidente que viene de lo alto, es evidente que es una “gracia de Dios”, es “ese calor sobrenatural” que aparece en la oración, es la entrada en la oración ininterrumpida, esa que no cesa ni por la noche; ya caminemos, ya trabajemos, ya comamos, ya durmamos, siempre está ahí.
Hablo también de una luz que en medio de la negra noche aparece para guiarnos como el faro que nos señala la ruta y nos indica el camino, ese por el que el Padre quiere que caminemos, el camino de nuestra vida guiada por Él…,
“La llama de la que hablo no se enciende inmediatamente, sino sólo con mucho trabajo, cuando se hace sentir en el corazón un cierto calor que crece continuamente y arde, siempre más vivamente durante la oración interior. La oración ofrecida al Señor desde el fondo de nuestro ser enciende en nosotros este calor espiritual… El calor espiritual que es sobrio y puro.” (1)
Es una gracia, cuyo efecto más palpable es el ensanchamiento del corazón, la dilatación del corazón, su esponjamiento; es como si se tornara grande para amar.
(1) Antología de autores espirituales. “Sublimidad de la Oración Interior”. Pág. 49, 60, 57
(2) Isaac de Nínive. “El don de la humildad”. Pág. 131
Emilio Luis López Torrez OCDS