
En la Nochebuena, ante el misterio inefable de la Navidad os comparto estas palabras nacidas de un momento de encuentro con el Señor: “¿Quién como el Señor Dios nuestro…?” (Sal 112,5). La pregunta no me llevó a buscar comparaciones. En el silencio de la oración y abierto al misterio de la presencia amorosa de Dios, sólo descubría la incomparable dimensión de nuestro Dios. No es más grande que…, es la inmensidad, que se eleva sobre todo, como me lo recordaba el salmo. Y al mismo tiempo no es menos que… es la infinita pequeñez del que se abaja. Y envuelto en este misterio de grandeza y pequeñez vine a descubrir que es aquí donde se hace posible el misterio de la Encarnación y la celebración de la Navidad como Misterio. Sí, esa es la manera de acercarnos a Dios, no haciéndole comparable a nada en su grandeza o su pequeñez, sino dejándonos inundar por ello. Es el modo de adentrarnos en la Navidad, con esa visión del místico San Juan de la Cruz, que ha cantado el llanto del hombre en Dios, en un abajarse incomparable, sin olvidar cuánto el Padre valía, y poder ser abrazados en su amor, que su Hijo nos trae, porque en su abajamiento hace posible el “reclinarnos en su brazo, abrasarnos en su amor y así legar a decirle al Padre: “con eterno deleite tu bondad sublimaría”, haciendo posible al hombre saborear una grandeza sin límites.
F. Brändle