
“Tanto saber me sobrepasa, es sublime, y no lo abarco” (Sal 138,6). Me quedé abierto a este saber del que me hablaba el salmista, comprendí que surgía de su interior, y se sentía abarcado por el conocimiento que Dios tenía de él. En cierta manera compartía su visión. Pero en ese no saber qué es el “saber” de Dios, y orando en medio de la situación que nos toca vivir, me pareció inútil toda pregunta sobre ello dirigida al saber de Dios, concebido como un saberlo todo que habría de dar explicación a lo que nos está sucediendo. El saber de Dios me sobrepasa, pero no porque sabe más, o porque lo sabe todo, sino porque su saber no lo abarco, no entra en mi capacidad de conocer, por eso entendí que no podía pedirle explicaciones a Dios sobre la pandemia que padecemos, y menos juzgar las actuaciones que se van tomando, unas más acertadas, otras menos, desde comportamientos nacidos de ideologías, en unos casos, en datos de ciencia en otros, y siempre buscando tener razón desde ese conocer limitado del hombre. Si Dios inspira, para actuar, sólo puede ser a favor de los más débiles, los más afectados.
Así lo hizo Jesús, que pasó haciendo el bien. En su vida sólo cabe ese actuar nacido de aquel saber de Dios que nos sobrepasa. Por eso en Él encontramos asumida toda la creación, en su misma debilidad, al asumir la debilidad del hombre. En el misterio de Cristo, en el misterio de la encarnación, se descubre a Dios todo amor, abarcando en su amor, que eso es su conocer, la creación entera, también las situaciones como las que nos encontramos. No lo abarco, porque es sublime, y se me manifiesta al descubrir en estos acontecimientos de la creación y de la historia una esperanza que me permite abrir las puertas a una victoria aquí, por la superación de la enfermedad, más allá por la resurrección, y siempre por la fuerza del Espíritu de Dios.
F. Brändle