
“¿Cuándo vendrás a mí? (Sal 100,2). Recogí del salmo este verso con esta pregunta tan sencilla y directa. Quería vivir mi oración a la luz de lo que interrogarme por ello me trajera. Sentí fuerte que Dios tenía que venir a mi vida, que no era una idea que yo tuviera en mi mente, una cosa que yo alcanzara acercándome a ella. Dios tenía que venir a mí. Era necesaria esa espera. El tiempo de la espera debería estar lleno del gozo que me traería su llegada. No era tiempo perdido. Era la ocasión de disponerme a ello dejando crecer mi deseo. La pregunta no era duda, era anhelo. Con ello poco a poco fui descubriendo que mis falsas esperas, cerradas a mis intereses, por los que me parecía que Dios venía a mí, tenían que dar paso a esta espera abierta y anhelante, que no buscaba fijar día y hora sino ampliar el arco de esa espera a lo que no se queda en lo ya conocido y deja a Dios acercarse en la inmensidad de su ser. La oración se llenó de esa espera en la que Dios es esperado por lo que Él es, que como en su día me enseñó San Juan de la Cruz, es mío y para mí.
F. Brändle