Te ofreceré un sacrificio de alabanza

“Te ofreceré un sacrificio de alabanza” (Sal 115,8). Los versículos de este salmo me han ayudado en mi oración en otras ocasiones, para saber que estaba en las manos de Dios, ahora el salmo me ofrecía en este versículo el modo de darle mi respuesta, y así decidí que repitiéndolo me ayudara en mi oración, y con atención amorosa venir a descubrir lo que con ello podría ofrecer. Se me hacía claro que yo al recitarlo  no podía pensar en una víctima que ofrecer al tiempo que cantaba mi alabanza, como pudieran hacer los judíos en el templo de Jerusalén. Sin embargo, al irme abriendo en mi oración, fui descubriendo que ese sacrificio era mi vida de seguimiento a Cristo, que también se traducía en esas alabanzas o bendiciones que aparecen en el evangelio dirigidas por Jesús al Padre, por revelar esas cosas a los pequeños, por concederle sus ruegos ante la tumba de Lázaro, para mover la fe de los presentes. Se me pedía que mi alabanza fuera por tanto bueno que Dios revela a los hombres, y que no se ver, ni apreciar, y por lo mismo no le alabo. Por tantos momentos en que le he podido pedir algo para bien de mis hermanos y me lo ha concedido porque he creído en su conversión. Todo me fue acercando al misterio de la Cruz, para descubrir ahí también un sacrificio de alabanza al Padre, que llevaba a término su obra, con su vida entregada. Entendí que mi vida ha de acabar también en el misterio de la cruz, donde podría ofrecer el verdadero sacrificio de alabanza, al Dios en el que confiaba y sostenía mi vida. F. Brändle

Alzaré la copa de la salvación

Jean Auguste Dominique Ingres. La Virgen ante el Santísimo Sacramento, 1841, Museo de Bellas Artes, Moscú.

“Alzaré la copa de la salvación” (Sal 115,7). Al iniciar la oración repitiendo este verso, se me abrieron los ojos del corazón para hacerme consciente de que lo que decía me hacía testigo de algo que me superaba. Desde mi pobre condición, me atrevía a alzar la copa ante el mundo entero para brindar por un hecho que desbordaba mis expectativas: La copa de la salvación era la copa que alzaba como testigo de esa gran verdad: la salvación, que mucho más allá de lo que pudiera imaginar, abarcaba todo. Como toda noticia llegada de la contemplación no era imaginable, venía envuelta en la noticia amorosa y general que se hace presencia de Dios. Desde esa presencia, las pequeñas realidades por las que pudiera alzar una copa, hacer un brindis, me parecían insignificantes. No se trataba de hacer comparaciones, era realmente eso: nada hay que pueda llevarme a alzar una copa, a hacer un brindis, que no sea la salvación que Dios nos ofrece. Toda ambición, deseo, se venía a serenar y acallar en la espera de esta realidad: la salvación, nacida del amor de Dios, y que alcanza a todos.

F. Brändle

Señor, yo soy tu siervo

“Señor, yo soy tu siervo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas” (Sal 115,5). Me impresionó la doble dimensión que presenta el salmo, la esclavitud y la libertad. El sentirse siervo y el sentirse libre. Me abrí a esta doble experiencia, y fui descubriendo que la esclavitud que podía vivir frente a Dios era liberadora. De quien hacer depender mi vida, sino de Dios, fuente amor liberador. Al mismo tiempo entendía que Dios me quitaba mis propias cadenas a las que yo me ataba, y que sólo Dios podía romper. Ahora entendía bien que había que llegar a esa dependencia tan fuerte de Dios que nada fuera de Él me pudiera sostener. Sí, mi naturaleza humana no se entiende sino desde Dios, por eso era hijo de su esclava. Pero al mismo tiempo nadie me libraba de mí condición cerrada, atada, sino era el mismo Dios. Al ir orando me fui sumergiendo en este doble sentimiento. Desee vivir en esa esclavitud liberadora, y en esa libertad alcanzada por gracia.

F. Brändle

Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles

Edvard Munch, la niña enferma 1885-1886 Galería nacional, Oslo

“Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles”. (Sal 115,15). Con este verso del salmo había tropezado en otras muchas ocasiones. Unas en las que parece que Dios en su ternura estaba junto a los que lloraban a sus seres queridos, sintiéndolo con ellos, otras en las que si así era, por qué no lo había evitado, y siempre se trataba de razonar, pensando que era lo mejor para él, a pesar de que costara, pues incluso a Dios le cuesta. En esta ocasión quería abrirme con ella paso para vivir ese momento contemplativo-orante. Como siempre trato de no hacer consideraciones, como más arriba he podido hacer. La repetía sin más. Sin proponérmelo conceptualmente, iba descubriendo su sentido a la luz de lo que me enseña San Juan de la Cruz. Transformar el alma en Dios, llevarla a la unión con Él, lo hace Él mismo, y no es tarea fácil, mucho le cuesta, porque se trata de transformar al hombre. Se trata de hacer morir al hombre viejo, al yo que domina nuestra vida. Encajaba bien por un lado el costarle mucho a Dios y por otro la muerte de sus fieles. No se trataba de la muerte física, biológica: por longura de días o enfermedad, sino de la muerte al hombre viejo, al yo egoísta. Nos cuesta morir a nosotros mismos, aún con la ayuda de Dios, pues aún a Él mismo se lo hacemos difícil. Lo ha de hacer desde el Amor que Él es, y no nos dejamos tan fácil arder en esa Llama viva, que transforma el madero en fuego de amor. Sí, repetía una y otra vez: “mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles”.

F. Brändle

Alzaré la copa de la salvación

Cristo y el santo Cáliz, Juan de Juanes, s.XVII

“Alzaré la copa de la salvación, invocando tu nombre” (Sal 115). No dudé en identificar la copa de la salvación, con la copa que Cristo levantó recordando en la última cena que era la copa de su sangre. Sabía que con ello al tiempo que celebraba su vida entregada por nosotros, se anunciaba el banquete del Reino en el que compartiríamos la copa de la salvación, que es la vida de Dios en nosotros. Pero lo que llenó mi momento de oración de la presencia amorosa de Dios fue descubrir que esto se hacía invocando su nombre. En su nombre recordamos siempre que fuimos bautizados, y lo éramos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Evocar la Eucaristía con el recuerdo hecho vida del nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu me hizo despertar a una conciencia más viva de lo entrañablemente unidas que están las personas divinas y que no podemos evocar los misterios de la fe cristiana sin recordarlo. Alzar la copa de la salvación, evocar la vida de Jesús entregada por nosotros, ha de hacerse dentro del misterio trinitario, si en él fuimos sumergidos al ser bautizados, en esa misma vida nos mantenemos al participar de la mesa eucarística. Sentía hasta qué punto vivir la Eucaristía en toda su plenitud es hacer presente en mi vida la vida trinitaria. Confesar que creo en el Dios de Nuestro Señor Jesucristo es hacer posible una vida teologal vivida en el misterio de Dios-Trinidad, pero al mismo tiempo era encarnar en mi pobreza la vida de Dios. Mi condición hacía posible que Dios se encarnara en mi vida, con todas sus limitaciones, que Él iría transformando. Podemos alzar la copa de la salvación al tiempo que invocamos su nombre.

F. Brändle