A quien busca al Señor nada le falta

Nada te turbe, nada te espante todo se pasa,
Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza,
quien a Dios tiene nada le falta sólo Dios basta.

“A quien busca al Señor nada le falta” (Sal 33,11). Me quedé con este verso para mi oración. Todo el salmo estaba lleno de expresiones que invitaban a la confianza desde el temor del Señor, desde el amor. Me quedé con la búsqueda. Sentía que buscar al Señor era ir descubriendo su presencia en los acontecimientos de mi vida, en los proyectos que se me ofrecían, en las ansias de encontrarlo. En el silencio de la oración, dejando atrás mis cálculos y consideraciones, -ruidos, al fin, que no me dejaban sentir lo que significa no carecer de nada-, se me hizo claro que para llegar a esa experiencia debería dejar de querer comprobar lo que tengo o no tengo, y afianzarme en la seguridad de que nada necesitaría, más allá de  esa presencia providente de Dios que se haría manifiesta de modo no calculado dándome lo que necesito. Abrazar ese vacío, sentir la seguridad de que todo lo tendría, sería el termómetro por el que descubriría si mi búsqueda de Dios era sincera. No era una seguridad loca y a la ventura, sino una seguridad nacida de la certeza de que el Dios que buscaba era Providente. Acoger su reino hecho salvación para el mundo era lo que me permitía saber buscarlo con la confianza de que nada me faltaría.

F. Brändle

Magnificat

William Bouguerau, 1899

“Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre” (Sal 33,4). Al leer estas palabras del salmo quise asociar a mi oración a cuantos me rodeaban, lo hice de corazón, pero veía que la grandeza del Señor a la que yo podía invitar a los demás a cantar conmigo distaba mucho de su verdadera magnitud. Tampoco podía llegar a descubrir cómo ensalzar en verdad su nombre, tal y como merece ser ensalzado. Es entonces cuando recordando el “magnificat” me asocié, uniendo a todos los que me rodeaban, a la oración de María. Ella sí que recordando estas palabras del salmo, me invitaba a unirme a su alabanza a quien había hecho obras grandes, a ensalzar a aquel cuyo nombre es santo. Desde su humildad y pequeñez, María nos invita a toda la humanidad a asociarnos a su canto, a proclamar con ella la grandeza del Señor y a ensalzar su nombre, y hacerlo en su verdadera medida. Con María se hacen verdaderos los deseos del salmista, cuando pronunciadas por ella estas palabras: “Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre”, nos invita a todos a unirnos a cantar el “magnificat”.

F. Brändle