“Despertaré a la aurora” (Sal 56,9). Me llamaron la atención estas dos palabras del salmo. No porque destacasen nada especial del mismo: una oración de David perseguido, sino porque intuí que a lo largo de la oración repetir estas dos palabras despertaría en mí una conciencia más honda de la presencia amorosa de Dios que nos envuelve, que es lo que procuro en cada momento de oración. No tardé mucho en abrirme a una conciencia de la aurora, más allá de la que me anuncia del día. La aurora se me volvía la clave para acercarme al comienzo de algo grande. Siempre en la vida me ha gustado más el atardecer que la alborada, porque en el atardecer los colores, la realidad, se hace más diáfana y nítida, en la mañana la bruma envuelve las cosas. En este caso no se trataba de considerar las cosas en la mañana, sino de descubrir un principio, evocado con la palabra aurora, para el que quería despertar. Ello me hizo ir adentrándome en el gran misterio de Dios y abrirme a su verdad como aurora. Quería que mi conciencia de Dios partiera de ese principio: aurora, que no identifiqué con consideración alguna. Era el misterio del principio al que quería despertar. Me parecía que era algo hermoso vivirlo y descubrirlo. Sí, nos pueden hablar de las grandezas llevadas a cabo a lo largo del día, pero me parecía gracia singular estar despierto para ver su aurora. Y así envuelto en ese misterio de la aurora, entendida como salvación, la oración me abría a una experiencia de Dios amor nacida en esa aurora.
F. Brändle