Con estos versos de san Juan de la Cruz me dispuse a vivir la oración del jueves de Corpus, que como es costumbre cada jueves hacemos ante el Santísimo expuesto. Di gracias a Dios de poder descubrir la viva fuente deseada escondida en el pan vivo, sacramento eucarístico, aquí en Batuecas, lugar en el que el deseo de Dios se ahonda ante una creación que se adentra en tu vida, desde el mismo hecho material de unos montes que no te permiten ir a ellos, porque son ellos los que vienen a ti. Que hermoso con San Juan de la Cruz contemplar a toda la creación hartándose de la fuente divina en este vivo pan. Sí, el pan sacramentado, era la presencia del resucitado que todo lo llena, concentrada en esa verdad siempre profesada por la iglesia, de la presencia real de Cristo. Ahora esa fe se hacia tan honda que al tiempo que llenaba de Dios mi vida, la contemplaba en el misterio eucarístico. Sabía que en el domingo de Corpus, nuestra procesión con el Santísimo se haría subiendo por las laderas de los montes a una de las ermitas que lleva por titular el santísimo Sacramento, y con ello estos versos de San Juan de la Cruz, por él vividos en la oscuridad de una cárcel conventual, a mí se me iban a regalar en la libertad de una creación puro don de Dios, pero que gime la plena manifestación de la gloria de los Hijos de Dios, ya comenzada en este misterio de la Eucaristía, y abierta a su plena realización. Así pude vivir mi adoración, unido a toda la humanidad y a toda la creación en viva esperanza de lo que un día será, más allá de mis cálculos y proyectos.
Al entrar en el oratorio encontré un cuadro hermoso de San Juan de la Cruz, que le reproducía con un gesto hermoso, imponiendo silencio, y recordando que desde él se debe obrar, con ello me vinieron estas consideraciones
Nada más evocador a la hora de recordar a San Juan de la Cruz que recordarle como poeta, creador desde el silencio, el silencio de sentidos y razón, por ello sabemos que es sumamente sugerente recordar que en ese silencio vivió su vida inspiradora de sus poemas. Una vida enamorada, en búsqueda del Amado, se constituye en la fuente de inspiración de sus versos. Por ello quien se acerca a esas obras maestras de la poesía se acerca al mismo San Juan de la Cruz, que en ellas refleja lo más hondo de su propia biografía.
Como poeta sin igual utiliza los vocablos de la lengua, como místico enamorado hace de ellos el barro con el que moldear la más bella obra de arte. Cuándo uno se decide leer a San Juan de la cruz ha de partir de este presupuesto: Vengo a descubrir la vida de un enamorado, que la quiere compartir conmigo al regalarme sus versos. Y es con ellos como uno debe emprender la aventura de hacerse su discípulo y lector, Sin este trato cordial, personalizado, nunca llegaremos a valorar sus obras escritas que no son otra cosa que declaraciones, es decir poner a la luz, lo que sus versos encierran. Nunca pensemos que esas joyas necesitan de explicación, sólo son entendidas si dejadas nuestras percepciones sensibles, que hablan de dificultades y complicaciones, descubrimos la luz que encierran en la sencillez de una propuesta de amor, el Dios al hombre y el del hombre a Dios.
Con esta celebración vespertina de la cena del
Señor damos inicio al triduo pascual que culminará en aquella vigilia santa,
donde gozosos proclamaremos la pascua del Señor. Estos tres días del triduo
pascual forman una única celebración con el objetivo de vivenciar el culmen del
misterio de nuestra fe: la entrega de Jesús por nuestra redención.
Hoy hacemos memoria de tres regalos que Jesús nos
ha dejado en la última cena: la institución de la eucaristía; el mandato nuevo
del amor y el sacerdocio ministerial. Estas tres realidades están estrechamente
vinculadas de tal manera que si falta una, las otras dos pierden su sentido y
substancia. La eucaristía debe ser entendida como expresión del amor y el
ministerio sacerdotal que la hace presente llega a su plenitud cuando el
ministro torna su propia vida como expresión del amor divino.
Me gustaría destacar hoy este gran regalo de Dios
que es la eucaristía. Como diariamente participamos en ella existe el riesgo de
considerarla un acto más de nuestra rutina, ya tan llena de cosas. Quién sabe
si ya nos hemos acostumbrados al rito, y su contenido ya no llega a nuestro
corazón. ¡Qué gran dicha sentarnos alrededor de la mesa con el Señor para
participar de su cena!
En el Cántico Espiritual de san Juan de la Cruz,
la esposa (la persona) llama al amado (Dios) la “cena que recrea y enamora”. La
Eucaristía es, por tanto, la “cena que recrea y enamora”. Esta definición tan
singular nos recuerda la dimensión de “banquete” y de “fiesta” de las que deben
revestirse nuestras celebraciones. Además de ser una oportunidad para
saciarnos, la cena es lugar de encuentro. No invitamos a cualquier persona a
entrar en nuestra casa, más aún a sentarse a nuestra mesa. Los invitados son
personas con las cuales tenemos proximidad, confianza y familiaridad.
Jesús, por medio de una acción tan ordinaria,
expresa algo tan divino: Él desea entregarse a nosotros totalmente. Hará esta
entrega generosa en la cruz. Aquí perpetúa su memoria con las palabras: “haced
esto en memoria mía”. En esta cena no somos meros espectadores; Jesús en su
mistagogia nos envuelve de tal manera que también nosotros nos sentimos
comprometidos en hacer de nuestra vida una entrega generosa.
Los invitados a su mesa también son llamados a
vivir la misma experiencia que él, la experiencia de la gratuidad. Él dio
gratuitamente su vida por nosotros, ahora nosotros debemos dar gratuitamente
nuestra vida por nuestros hermanos. En una sociedad marcada por los intereses
personales, tal llamada puede parecer absurda, pero nuestra capacidad de
realización está ligada a nuestra capacidad de donación. Cuanto más nos
donamos, más experimentamos la felicidad.
Esta “Cena” que nos compromete en una entrega
generosa, también “nos recrea y enamora”. Recrear, aquí, significa descansar,
holgar, divertir… La eucaristía es donde, fatigados de la jornada, encontramos
nuestro descanso; donde somos saciados plenamente en lo más profundo de nuestro
ser. Es donde se cumplen aquellas palabras del salmo 62: “Solo Dios es el
descanso de mi alma, de él viene mi salvación”.
La expresión “recrear” puede ser entendida como
“volver a crear” o “hacer nuevo” o “renovar”. La cena eucarística nos “recrea”
para la vida nueva de hijos de Dios. Pero, ¿cómo podemos hacer esta experiencia
de renovación si en apariencia continuamos siendo los mismos? Lo que cada
eucaristía hace nueva en nosotros es la disposición para amar y servir. Nuestra
voluntad en cada cena es conducida para acoger como suya la voluntad de Dios.
Esta es la más profunda transformación que al participar en la celebración
eucarística ocurre en nosotros. Y esto se da a la medida y al paso de cada uno,
según su apertura a la gracia de Dios.
También esta cena tiene la propiedad de enamorar. Enamorar, quiere decir, entrar en el lugar del amor. La persona enamorada percibe que la persona amada mora dentro de ella, en su corazón. Igualmente encuentra en la persona amada su morada, su reposo, su descanso. La persona enamorada solo tiene una preocupación, satisfacer y corresponder al amor. Es lo que dice san Juan de la Cruz en el verso “ni ya tengo otro oficio, que ya solo amar es mi ejercicio”.
Pero, no comprendamos este amor como algo ajeno a la realidad, como si fuera una fantasía que hemos creado para olvidarnos de nuestras responsabilidades, sino todo lo contrario. No hay fuerza mayor para transformar la realidad que el amor. La cena eucarística nos enamora porque nos compromete con la construcción de la civilización del amor.
Quizá el transcurrir del día a día o incluso
nuestras limitaciones y miserias humanas nos impidan vivenciar de esta forma el
sacrificio eucarístico. Este velo, que a veces se torna en densas nubes
cubriendo su esencia solo podemos transcenderlo por la fe. Sin la fe lo que
celebramos pierde su color, su sabor, su sentido… Hoy hacemos memoria de la
última cena y deseamos renovar en nosotros el sentido profundo de la
eucaristía.
No podría dejar de referirme a ese gesto tan peculiar de la celebración de hoy: el lavado de los pies. Todos sabemos que Cristo quiere expresar con él el servicio. Pero, generalmente entendemos este servicio como acto de sumisión y humildad. No me parece que este sea el sentido pleno de esta enseñanza. Jesús había dicho a sus apóstolos “ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor; a vosotros os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí a mi Padre, os las he dado a conocer” (Juan 15,15).
El servicio aquí es entendido como colaboración o como ayuda de quien comparte el mismo proyecto. La actitud de servicio que nos requiere el Señor es la expresión de nuestra amistad con él, con quien compartimos el mismo proyecto. Para los amigos de Jesús el servicio no es un acto aislado sino la expresión de su seguimiento y de nuestro amor por él. Por tanto, para los cristianos el servicio es un estilo de vida o si queremos “una filosofía de vida”, que impregna todas nuestras actividades.
Pidamos entonces hermanos y hermanas en esta cena del Señor que nos haga entender el sentido pleno de la eucaristía y nos disponga para servir con generosidad, como él ha hecho. Amén.
Un rasgo característico de la espiritualidad
carmelitana es la vivencia de la presencia de Dios. Las Sagradas Escrituras
presentan el Profeta Elías como el hombre
de Dios, que vive en su presencia (Cf. 1Re17,1). Elías se siente enviado por Dios para anunciar el castigo de
la sequía, consecuencia de la infidelidad de Israel a la Alianza. En el Monte
Horeb, experimentará a Dios de forma nueva, no como un huracán o terremoto o
fuego devastador sino como el susurro de una brisa suave (Cf. 1Re19,11-12). La
presencia de Dios se capta en el silencio, en lo pequeño, en lo sencillo.
En la vida de Santa Teresa, vemos una progresiva
toma de conciencia de la presencia de Dios en su vida espiritual hasta llegar a
la experiencia de la inhabitación trinitaria. Abundan los textos teresianos que
narran el desarrollo de su experiencia. Ya en la cumbre de su vida mística
escribe: “Parecióme se me representó como
cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua. Así me parecía mi alma que
se henchía de aquella divinidad y por cierta manera gozaba en sí y tenía las
tres Personas” (CC 15).
La misma dimensión
trinitaria encontramos en la espiritualidad de Santa Isabel de la Trinidad. Si somos templos de Dios y la Trinidad habita en
nosotros, entonces, en este profundo centro, debemos estar y ahí contemplar el
amor trinitario y ser envueltos por ello. Su vocación será ser una alabanza de
gloria al Dios Uno y Trino presente en el centro del alma.
En San Juan de la Cruz, la presencia de Dios es el
anhelo más profundo de la persona que se encuentra herida de amor por Él. Esta herida de amor se cura sólo con la
presencia del Amado. El Amado está dentro del alma, en su centro, en las
entrañas. Cuando uno descubre esta presencia en lo más hondo de su ser entonces
goza de gran paz y alegría.
La espiritualidad de la presencia de Dios nos ayuda a llenar nuestra vida de paz y atención amorosa al Amado.
Al inicio de esta obra contemplativa, la persona habrá de ayudarse a veces del pensamiento o de la imaginación. Pero como ya está predispuesta para centrarse a partir de la advertencia amorosa, esto se hace con moderación, sólo como para soplar las brasas y así se encienda el fuego contemplativo.
“De manera que muchas veces se hallará el alma en esta amorosa pacífica asistencia sin obrar nada con las potencias, esto es, acerca de actos particulares, no obrando activamente, sino sólo recibiendo; y muchas habrá menester ayudarse blanda y moderadamente del discurso para ponerse en ella. Pero, puesta el alma en ella, ya habemos dicho que el alma no obra nada con las potencias; que entonces antes es decir verdad que se obra en ella y que está obrada la inteligencia y sabor, que no que obre ella alguna cosa, sino solamente tener advertencia el alma con amar a Dios, sin querer sentir ni ver nada. En lo cual pasivamente se le comunica Dios, así como al que tiene los ojos abiertos, que pasivamente sin hacer él más que tenerlos abiertos, se le comunica la luz. Y este recibir la luz que sobrenaturalmente se le infunde, es entender pasivamente, pero dícese que no obra, no porque no entienda, sino porque entiende lo que no le cuesta su industria, sino sólo recibir lo que le dan, como acaece en las iluminaciones e ilustraciones o inspiraciones de Dios” (2S 15,2)
Donde vemos cómo el alma recibe a Dios pasivamente. La advertencia amorosa sirve como predisposició
La oración contemplativa no se reduce a la práctica de una técnica, sino a una actitud del corazón. Sin embargo, esa actitud no nace por generación espontánea, sino como desarrollo de un ejercicio.
El camino contemplativo se inicia cuando la persona percibe la realidad, su verdadera situación. Nunca la oración surge de la ceguedad o del autoengaño. De ahí que el inicio del camino siempre supone un reconocimiento de nuestra situación limitada.